Que un país tenga una banca pública no es algo en sí “revolucionario”. Muchos países europeos la tienen y eso no altera en absoluto el panorama. En los USA, las célebres Fannie Mae y Freddie Mac (en quiebra durante la crisis) conceden préstamos con la garantía del Estado. No se conoce todavía en detalle la propuesta de Podemos sobre su modelo de banca pública (en línea con la ambigüedad habitual), pero la experiencia internacional evidencia que la banca pública funciona con criterios de mercado, e incluso cotiza en mercados organizados. No conceden créditos sin ton ni son al margen de criterios de solvencia, cosa que sería absolutamente disparatada, cuando no ilegal, si consideramos que esos fondos dados a crédito son de procedencia pública.
>En el rizo rizado de lo pintoresco, Podemos plantea que esa banca pública pueda recibir fondos directamente del Banco Central Europeo, para financiar el Estado. Esta actividad se encuentra prohibida en todos los países de
-Por último, sigue apareciendo en el programa de Podemos, no se sabe por cuánto tiempo, la subida del salario mínimo, la reducción de la semana laboral a 35 horas y el apoyo a la creación de cooperativas financieras. Se habrán quedado calvos de darle al magín con este último punto, con perdón por la chacota; es que la cosa clama al cielo...Las cooperativas y la promoción del cooperativismo son una constante más antigua que la copla. En tiempos de Franco había más cooperativas que autobuses. El sector olivarero español, el más potente del mundo, se ha organizado por el sistema cooperativo desde antes de que Solís Ruiz fuese ministro de Ministro Secretario General del Movimiento. Que buena parte de la industria del aceite español haya sido absorbida por capital francés (ahora Japón y Rusia parece que también quieren parte del negocio), seguro que tiene que ver con la gestión de aquellas poderosísimas cooperativas oleícolas. La organización cooperativa es una bella idea que no garantiza nada. Como siempre, es la realidad y la capacidad de actuar con previsión e inteligencia en la misma, quien lo determina todo.
La constante reivindicación sobre el número de horas de trabajo semanales, es una manía pendular en la izquierda: a veces más, a veces menos, a veces depende, a veces no se sabe... El antiguo sueño sindicalista de ocho horas de trabajo, ocho de cultura y ocho de descanso, suma veinticuatro; más una bolsa de pipas y un bonubús, treinta y tres.
Ocho horas diarias en el tajo que luego fueron cuarenta semanales. Más tarde, ¿recuerdan?, "Trabajar menos para trabajar todos". El “Trabajar menos para trabajar todos”, defendido por UGT y CCOO y aplicado por sucesivos gobiernos del PSOE, allá por principios de los años 90, abrió la puerta a los contratos basura en España. Aquella dinámica de “flexibilidad”, además de servir de disparadero a los contratos basura, consolidó la tendencia al empleo precario, a tiempo parcial, los contratos temporales, incluso trabajar gratis (sí, gratis del todo, la figura del “becario” chico/a para todo que se paga el autobús para ir al trabajo y “hacer currículo” viene de aquellos tiempos). Y aquellos tiempos, quien tenga memoria lo recordará, fueron la época dorada de las ETT´s, las famosas Empresas de Empleo Temporal, unas a modo de oficinas de empleo privadas que actuaban en el mercado de la oferta-demanda del empleo basura, gestionaban en ambos sentidos y se quedaban con un porcentaje de los ya de por sí magros salarios que cobraban los usuarios de aquel sistema. Toda esta cutricia, toda esta ignominia, no fue un invento del capitalismo salvaje y explotador. Se inició, regularizó y potenció en épocas de gobernanza socialista y con la bendición sindical.
Después del “Trabajar menos para trabajar todos”, llegó la sociedad del ocio. Cuanto menos se trabajaba, más tiempo había para dedicar a la vida cotidiana, ámbito dorado donde iba a darse la auténtica revolución, la de las costumbres, ya que en otras instancias más decisivas del sistema, y por designio inapelable de los teóricos de la izquierda, no era posible. (Me refiero a la transformación revolucionaria de la sociedad, evidentemente).
Posteriormente surgió el asunto de la inmigración. “Los inmigrantes hacen el trabajo que no queremos”, decían, las faenas desechadas por estos finos proletarios españoles que por lo visto sentían una fobia insuperable a subirse al andamio, limpiar parques o cuidar ancianos. Eso decían. Mentían, como es natural, pero lo decían, y muchos lo siguen diciendo.
Siempre queda la oficina para librarse de estos sufrimientos propios de la gente proleta. Aunque la gente que vive entre papeles, instalada ante el ordenador, parece que mayoritariamente pasa la semana anhelando que llegue el viernes, ocian y bostezan el sábado y se deprimen el domingo porque al día siguiente toca volver a lo mismo. El lunes encontrarán los perfiles de su rostro en el espejo licuante de la pantalla, mientras se carga el sistema operativo, y echarán cuentas del tiempo que llevan perdido en su banco de la condena, y del que aún les queda, y de que al final de todo aguarda la jubilación, muy cortita, y poco más luego aquella mala amiga muerte que les sonríe paciente. Estremecedora perspectiva.
Aborrecemos el trabajo, una maldición según el pensamiento religioso, un terrible castigo advenido por a saber qué pecados perpetrados por nuestros antecesores antropomorfos; según teorías de más fuste científico y con vitola progresista, todo se explica por la alienación del trabajo asalariado, que sería una forma más o menos sutil de explotarnos a cambio de catorce pagas, un mes de vacaciones,
El caso es que nunca tuvo tan mala prensa el trabajo. El ideal maravilloso de todo buen trabajador es que le toque la primitiva, o en su defecto el cupón de
Son tiempos modernos, o mejor dicho, posmodernos; o mucho mejor dicho, postraumáticos tras la crisis de 2008: el trabajo ya no es castigo ni alienación, sino una contingencia variable en la vida del ciudadano, la cual nunca garantiza suficiente volumen de dinero en el mercado para mantener los correctos índices de consumo. Pero hay que intentarlo a toda costa.
Trabajar, consumir y morir. Tales son los tres principios básicos, sagrados, del perfecto humano civilizado.
Volvamos, sin embargo, a esta obsesión de Podemos respecto a la banca pública. Imagino que lo plantean así, “banca pública”, por no mencionar la soga en casa del ahorcado y decir en lo que realmente piensan: nacionalización de la banca.
Si lo dejamos a secas en banca pública, conviviendo con la privada, ya se puede prever el panorama: una banca (la pública) que concede créditos en óptimas condiciones y obviamente está exenta de fiscalidad, compitiendo con una banca privada a la que se exigirá que rebaje notablemente sus beneficios y, a la vez, pague muchos más impuestos. Como la banca nunca pierde, ¿sobre quién recae la factura? Sobre los usuarios de la banca privada, quienes verán su crédito encarecido y con peores condiciones de contrato. Esa convivencia de banca pública/privada, basada en una competencia en desigualdad, acabará por reconducir a la inmensa mayoría de los potenciales clientes del crédito a la banca pública, con el consiguiente y desmesurado incremento de los pasivos, un pozo sin fondo de gasto “a riesgo”.
Si el reclamo de crédito se dispara, repercutiendo en el consumo, nos encontraríamos ante el absurdo y siniestro panorama de una banca publica, o sea, el Estado, que a toda costa y por principio legal sostiene una tendencia inflacionista desastrosa. Toda una demencia financiera. Un puro disparate.
¿No tienen memoria los dirigentes y cabezas pensantes financieras de Podemos? ¿No tuvimos bastante con el desmadre de las Cajas de Ahorros? Aquellas benéficas entidades exentas de afán de lucro, dedicadas a sus obras sociales y demás servicios a la comunidad, a través de sus fundaciones, en cuyos consejos de administración se sentaban representantes de los partidos, los sindicatos, los ayuntamientos... Todo tan democrático, todo tan progresista... ¿Ya no recuerdan la orgía de despilfarro, enriquecimiento ilegítimo o directamente ilegal, amiguismo, evasión de impuestos y tráfico de influencias en que se convirtieron? ¡Bien cara salió a los españoles la genial idea de la izquierda, allá por los finales de los años 80, de “socializar el ahorro” a través de las Cajas!
Por no hablar de la responsabilidad (o mejor dicho: irresponsabilidad) de las Cajas de Ahorros en la pantagruélica expansión de la “burbuja inmobiliaria”, aquel desmadre especulativo, de raíz político-financiera, que prefiguró las condiciones objetivas para el drama del desempleo súbito en el inmenso sector, la quiebra de cientos de miles de familias, los desahucios, el masivo abandono de solares y edificios a medio construir (con el consiguiente descalabro en cuanto a la ordenación urbanística de los municipios), y la caída en picado de la economía española.
En aquel festín de codicia y majadería participaron con especial fruición y entusiasmo los ayuntamientos y las Cajas de Ahorros. Unos ponían el terreno sobre el que especular, las licencias, la provisión de servicios básicos, y otros la financiación del maravilloso invento. Los promotores inmobiliarios medraban por las oficinas municipales como amos del cortijo, con aquella mezcla de cazurrería y prepotencia que los caracterizaba, convencidos de que eran los protagonistas e impulsores del mayor crecimiento económico en la historia de España (y bien supieron cobrar por el servicio prestado, las fortunas acaudaladas en aquellos años fueron inmensas, y las deudas “colgadas” tras la debacle, más inmensas aún).
Nadie lo vio venir, ninguno quiso prever la catástrofe. Quienes insistían en la urgencia de analizar las bases fantasmales de aquella economía “del pelotazo” eran tachados inmediatamente de agoreros reaccionarios, enemigos de la prosperidad y otras estupideces. Los representantes en los consejos de administración de las Cajas de Ahorros de los partidos, sindicatos, ayuntamientos y fundaciones animaban sin cesar el “crecimiento”, insuflaban cantidades exorbitantes a la burbuja, cada vez más dinero y cada vez más barato; el precio de la vivienda llegó a niveles de auténtico disparate, en una suicida huida “hacia arriba” en la estructura piramidal de aquel grotesco artificio. Un festejo que todos sabemos cómo terminó.
Esas eran y así funcionaban las Cajas de Ahorros cuando se postulaban como instituciones sin ánimo de lucro, gestoras de la “socialización del ahorro”, dirigidas por sobredimensionados consejos de administración donde todos los agentes sociales y representantes del pueblo tenían voz y voto y cobraban sueldos astronómicos por realizar su benéfica función. Insisto en este último detalle porque, con unos años de perspectiva y a la vista de cómo ha evolucionado el asunto, toda esta ignominia resulta en especial sangrante.
Las otras vías de despilfarro de las Cajas de Ahorros fueron, por así decirlo, “de menor cuantía” aunque igualmente significativas. A través de sus fundaciones y obras sociales se convirtieron en la bolsa sin fondo que remuneraba, beneficiaba y recompensaba a los afectos, los gestores de los intereses socioculturales del sistema. Por la vía de las subvenciones, contratación de actividades y programas de toda índole, organización de eventos, certámenes, congresos, premios, espectáculos, se enriqueció y resolvió la vida a una selecta trama de allegados, vividores de la canonjía, que usaron a las Cajas de Ahorros (sus fondos monetarios, se entiende) para apuntalar sus propias redes de influencia en aquellos territorios donde medraban. Y en la medida en que las actuales circunstancias lo permiten, continúan vendimiando. Aquella alegre comandita de beneficiados por el despilfarro benéfico y cultural era el equivalente, en su especialidad, de los promotores inmobiliarios que hicieron fortuna mediante las grandes operaciones especulativas y financieras vinculadas “al ladrillo”.
¿Es posible que nadie recuerde aquellos felices tiempos que sentaron las sólidas bases de nuestra actual penuria? Cuando todo el mundo pescaba en las pacíficas aguas del despilfarro, no querían escuchar a los pesimistas que advertían sobre la ruina inminente. Ahora, no quieren recordarse ni a sí mismos, gastando alegremente aquellos fondos “socializados” del ahorro que hoy serían tan necesarios para sanear un poco las cuentas públicas y recuperar, en humilde medida siquiera, la capacidad de crédito de las pequeñas empresas, los trabajadores autónomos y las familias.
Particularmente, cuando veo o escucho a uno de aquellos ágiles, encantadores gestores del pasado dispendio sociocultural, quejándose por la actual política de austeridad, insistiendo en un discurso tan falaz como hipócrita, tan demagógico como saturado de cinismo, siento una repulsa sin matices: a quien se equivoca, se le puede comprender y excusar; a quien ha actuado con temeridad y codicia y encima tiene la osadía de lamentar la merma o pérdida de su privilegio, se le borra del censo de las personas dignas de estimación.
¿De verdad alguien cree en Podemos que aquella pasada experiencia, de la que aún no nos hemos recuperado ni remotamente, puede obviarse a la hora de plantear la necesidad de una banca pública? No cabe otra conclusión: piensan que somos débiles de memoria o lentos de entendederas, o ambas cosas al mismo tiempo.
Claro que, seguramente, los dirigentes de Podemos dirán que su banca pública no va a ser una segunda edición del festín de tiburones en que acabaron las Cajas de Ahorros, porque son ellos, no otros, ellos mismos quienes gestionarán y fiscalizarán rigurosamente el invento para que funcione; y ellos son honestos, transparentes y leales al pueblo. Nosotros, lo único que tenemos que hacer es creerlo. Y ya está, todo arreglado. De nuevo la fe como valor superior de la política de altas miras.
Si a la fe nos referimos, como decía un atribulado vendedor de inmuebles, en un anuncio de
La intervención del Estado en cuanto a la política financiera que afecte a los particulares, ya sea en la esfera del gasto familiar o empresarial, debería ceñirse a proteger los derechos del consumidor de esta clase de servicios y vigilar con celo el cumplimiento de la legalidad; aunque puede ser necesaria en determinados momentos, efectiva y razonable según cómo se gestione dicha intervención. Pero demandarla como principio y presentarla como necesidad y panacea a la cuestión financiera y también a la contradicción consumo/endeudamiento es, sencillamente, una irresponsabilidad. Lo importante no es quién presta el dinero, sino que el crédito fluya en condiciones beneficiosas para el usuario y con todas las garantías legales para el mismo.
La obsesión por la banca pública sólo es parte del empecinamiento general de la izquierda por “lo público”. El dogma no puede estar más desacreditado a estas alturas de la historia, pero lo siguen manteniendo con admirable y (esperemos) candoroso tesón: lo público es bueno por sí mismo, lo privado es malo por naturaleza.
Particularmente, si necesito un préstamo prefiero solicitarlo y deberlo a una entidad privada, no a mis conciudadanos a través del compromiso con una entidad estatal.
Si estoy enfermo lo que quiero es que se me atienda con diligencia y profesionalidad, en un hospital privado, público o concertado; me da lo mismo, yo lo que necesito en esas ocasiones es que cuiden de mi salud profesionales competentes, no principios éticos ni teorías sociopolíticas. Salvo en el caso de los chamanes y demás gente del gremio esotérico, la ideología no cura.
Si llevo a mis hijos a la escuela, quiero que les den una educación de calidad y punto. De “los valores” ya nos encargamos su madre y yo, que algo tendremos que decir al respecto. Y me sigue resultando indiferente que la escuela donde acuden las criaturas sea pública, privada o concertada.
Si trabajo para una empresa, aspiro a ser remunerado dignamente y que mi trabajo se valore como fruto meritorio de mis conocimientos y esfuerzos. Y me importa muy poco si tal empresa es una sociedad anónima, limitada, civil particular, unipersonal, cooperativa, de titularidad estatal o participada.
Si decido hacerme trabajador autónomo, acaso reunirme con otros y formar una sociedad, lo que necesito es crédito en buenas condiciones y, ante todo, saber que acudo a un mercado del dinero que funciona con equidad para todos los ciudadanos. Y es precisamente en la célebre banca pública donde menos esperanzas tendré de que todo el mundo sea mirado por igual.
Comprenderán, por tanto, mi reticencia ante la propuesta de una banca pública que formula Podemos. El ahorro socializado y controlado por el Estado, es decir, por los partidos que dirigen el Estado, es como darle a un niño de cuatro años un cubo de pintura y una brocha, y dejarle que juegue con la ilusa esperanza de que la habitación quede intacta.
Para acabar este capítulo, reproduzco un interesante artículo, al menos así me lo parece, publicado en El País, con fecha 15/05/2013. Precisamente porque se escribió hace ya casi dos años (una eternidad en el mundo periodístico), y continúa en plena vigencia, considero necesario rescatarlo del olvido.
En el texto se aclaran algunas cuestiones elementales sobre economía, mercado y Estado, y se describen con sencillez muy didáctica los tremendos problemas que aparecen, fatídicamente, cuando el Estado se empeña en intervenir y reglar una economía que, en principio, no es centralizada ni planificada, sino que intenta sobrevivir en el difícil contexto de la libre competencia. Es el drama real, para los ciudadanos concretos en situaciones concretas, del efecto elefante-cacharrería que supone el Estado metido a organizador de la economía.
Seguro que el lector recuerda o ha oído hablar sobre la escasez en Venezuela de un artículo doméstico muy necesario. Esta es la explicación del fenómeno:
Firma el artículo Miguel Jiménez.
Título: ¿Por qué falta papel higiénico en Venezuela?
Oferta y demanda. Esa es la cuestión. Los fundamentos básicos de teoría económica explican los problemas de desabastecimiento que vive Venezuela. La economía chavista servirá para ilustrar en tesis doctorales y libros de texto cómo los controles de precios pueden conducir a la escasez. Venezuela lleva años imponiendo límites de precio a ciertos productos básicos para tratar (con nulo éxito) de controlar la inflación, la más alta de Latinoamérica y una de las mayores del mundo. El Gobierno de Hugo Chávez impuso precios regulados para productos como los huevos, el azúcar, la leche, la harina, el pollo... o el papel higiénico. En determinados momentos y productos, esos precios máximos se han situado incluso por debajo de los costes de producción y prácticamente siempre por debajo de los de mercado.
La teoría económica nos enseña que la oferta de un producto disminuye y la demanda aumenta cuando los precios son bajos. Simplemente eso es lo que ha ocurrido en Venezuela. Los fabricantes pierden dinero produciendo y los comerciantes vendiendo algunos de esos productos, lo que, unido a la desastrosa gestión de algunas empresas nacionalizadas, ha tumbado la oferta. Al tiempo, la demanda de los consumidores se ha disparado no sólo porque sus precios son asequibles en términos absolutos, sino también porque cada vez lo son más en términos relativos, ya que los precios de los productos no controlados están por las nubes como consecuencia de la inflación galopante. Oferta y demanda no se encuentran. Así, los productos regulados se han visto sometidos intermitentemente a la escasez, el racionamiento o el acaparamiento porque su precio no es de mercado. Las importaciones del Estado y las redes de distribución estatales, donde la venta a pérdida se asume con naturalidad, tratan de paliar el problema. En un país petrolero, hasta la gasolina en ocasiones escasea, sobre todo la de mayor octanaje en algunas estaciones de servicio del interior del país. Su precio es absolutamente ridículo: con el equivalente a 10 o 20 céntimos de euro se llena el depósito.
Pero el desbarajuste de la economía venezolana no se ciñe sólo al papel higiénico y demás productos regulados. El primer precio regulado de todos es el del bolívar, la moneda nacional, rebautizada como bolívar fuerte cuando se agruparon los antiguos bolívares de 1.000 en 1.000, y cuya debilidad ha quedado patente pese a su nombre.
El precio regulado es de 6,30 bolívares por dólar tras una serie de depreciaciones y devaluaciones que han hecho perder a la divisa más del 90% de su valor oficial durante el chavismo, en un período en que el precio del petróleo se ha multiplicado por 10. Pero a ese tipo de cambio oficial, la demanda de dólares en Venezuela tiende al infinito, mientras que su oferta está muy limitada y controlada por el Gobierno, lo que ha provocado amiguismo, corrupción y, sobre todo, una generalizada ineficiencia económica. El tipo de cambio paralelo, el del mercado negro, ronda los 26 bolívares por dólar, más del cuádruple del oficial. El primer desabastecimiento del país, pese a los ingresos del crudo, es el de divisas. Y como con los otros productos, lo inevitable con el dólar será subir el precio. Es decir, devaluar el bolívar. Una vez más.
(1).-León Trotski, Lección de España: Última advertencia, La lutte Ouvriére, 27/01/1938.
(2).- Pedro Sánchez dice que “le preocupa oír a Monedero que las ayudas son primero para españoles”, www.eldiario.com, 05/11/2014.
(3).-Hablo con el editor de Áltera sobre la extrema dificultad de escribir este artículo. Podemos cambia demasiado deprisa, mucho más rápido de lo que yo soy capaz de escribir. Están siempre ahí, pero nunca en el mismo sitio. Trazar una imagen nítida de Podemos es casi tan difícil como conseguir que un bebé pose quietecito para una hermosa fotografía.
(4).-Utilizo para los siguientes párrafos el orden expositivo y datos publicados en un excelente artículo de Carlos Sánchez, El Confidencial, 28/11/2014, “¡Noticia bomba! Podemos descubre el Mediterráneo”.