Pienso luego soy Descartes

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 No es necesario que lo imagines, sólo piensa en el sinsentido de un científico que se hubiera vuelto loco y se dedicara a estudiar su propio cerebro, sometiéndolo con tenacidad maníaca a intervenciones quirúrgicas, implantes, disecciones, experimentación con drogas aniquiladoras y todas las barbaridades que se te ocurran. Así son los filósofos modernos, esa es su tragedia. No hablo de los clásicos ni de la romántica vieja escuela, cuya apoteosis encontramos en el inventor de Zaratustra. Me refiero a los filósofos de la contemporaneidad, de nuestro tiempo, en cuanto compartimos con ellos idéntica interrogación (debilidad) y nos valemos del mismo método para acudir a la derrota con ánimo y sin más esperanza que la dignidad (que nadie diga que no se intentó). De Descartes a Marx, y más allá de Marx, todos padecen el mismo obstáculo convertido en materia de análisis por mera necesidad, más bien perentoreidad. Son el médico alienado que se empeña en curarse mediante una trepanación que ejecutará él mismo. Son, todos ellos, cada cual a su modo, Descartes metido en la estufa, analizando su propia conciencia porque no tiene otra sobre la que investigar, lo que sería absolutamente imposible por mucho que se lo propusiera. El mismo método le exige desechar cualquier noción acerca del yo y del pensamiento que no sea en exclusivo concerniente a él mismo. Fuera de la duda, no hay más conciencia que la suya; y obligatoriamente debe someterla a juicio de sí misma. Es el nacimiento de la moderna filosofía: la conciencia reflexiona sobre sí misma. Es el drama insuperable de lo humano: somos al mismo tiempo materia prima, mano de obra y objeto-sujeto elaborado o malogrado. Somos lo que anhelamos ser y el único medio para alcanzarlo está contenido en el yo que desea, preexiste en su forma elemental, enunciativa, y seguirá existiendo aunque nos distraiga cualquier turbación o fracasemos en el empeño. Sabemos de nosotros algo paradójico: somos de determinada manera por la misma razón que no lo somos de otra distinta, alcanzamos nuestros propósitos por idéntico motivo al porqué de no conseguirlos. Somos es la única locución que podemos pronunciar con absoluta certeza de no equivocarnos. Soy. Apenas sé nada más. Según Descartes, un mínimo añadido: sé que soy porque pienso. Ahora háblame de moral, amado iluso.

Mejor continuo con la operación cartesiana a cerebro abierto. Siempre me causa vértigo y pudor esa cabriola en lo más delicado de la intervención, como si el cirujano loco hubiese decidido que el mal no se encuentra en la cabeza sino en la rodilla y, tan elegante y sobrio, dejase todo a medio hacer arriba para ocuparse de lo que molesta, duele, abajo. Sé que pienso, afirma Descartes con todo desparpajo. Acude al latín para evitar el verbo saber ( a estas alturas, en estos niveles de sutileza, los verbos y su correcta utilización, o exclusión, son importantísimos). Cógito, propone. Pienso. Y de inmediato, el resultado de esta observación fundacional de su sistema “para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias”. Cógito ergo sum. Pienso, luego existo. Dije de Nietzsche algo parecido, creo que lo mismo: ¡Y un cuerno!

Sin embargo, fíjate bien en el título del tratado cartesiano: Discurso del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias. Descartes ganó autoridad en los ámbitos científicos con sus obras Dióptrica, La geometría y Los meteoros, aunque todo el mundo lo considera figura eminente de nuestra civilización por una obra que se tiene por puramente filosófica, El discurso del método, olvidando a beneficio de la literatura el título completo de dicho libro. O sea que estamos haciendo, de nuevo, un poco de literatura. O eso parece. Fin del excurso.

Pienso, presente de indicativo del verbo pensar, requiere un sujeto agente. Yo pienso. Podría evitar el chiste fácil sobre la comida para animales pero creo que no, pues me apetece ahora un poco de grosería. Sin el Yo agente, el sorites cartesiano es comida para animales. Esconderse en el latín para escamotear a su vez la existencia anterior del Yo, siempre me ha parecido una chapuza. Una acción propia de cualquier científico desesperado, por supuesto; no de un auténtico filósofo. En suma, el célebre postulado quedaría mejor expuesto en su forma más genuina, coherente: Yo pienso luego existo, y existo porque pienso y pienso porque existo... Y aquí y allá aparece un Yo que nadie sabe de dónde ha salido.


Aún no hemos hablado de moral, amado iluso...

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