Hace un par de meses entré en una librería y compré una película bastante de moda, aunque no la compré porque estuviera de moda sino porque me llamó la atención su título: La gran belleza. Me hizo evocar la frase célebre de Thomas Mann en La Muerte en Venecia: “La belleza es el camino del hombre sensible hacia el espíritu”. Sospeché que la película iba a intentar una sobreargumentación de este (casi) axioma, y creo que apenas me equivocaba. Acaso sería conveniente un excurso previo para aclarar por qué nunca veo películas en los cines normales, por qué nunca voy al cine y aborrezco ir al cine, y también por qué conozco quizás demasiado la obra de Thomas Mann y en especial La muerte en Venecia. Sobre todo eso debería explayarme un poco, pero es el caso que no me apetece.
Me entretuvo bastante la película, esa otra belleza entre felliniana y godárquica de La gran belleza. Me gustó el principio, con el turista japonés muerto del todo y para siempre por un ataque sin misericordia del síndrome de Stendhal. Roma lo da, dicen, como Florencia. Eso dicen. Me gustó el aspecto decadente como pulcro, cuidado como desaliñado del protagonista, el tal Jep Gambardella; y me satisfizo el giro realista del guión para evitar el choque con un horizonte demasiado sólido ante la capacidad del arte y el cine de estas décadas: la interrogación de Mann sobre la belleza. La gran belleza no es una película sobre lo bello y sus formas sino sobre la derrota, la claudicación definitiva del europeo contemporáneo ante el anhelo superior de la belleza. El guionista y director Sorrentino no es Thomas Mann porque no puede y porque, en su sano juicio, no quiere parecérsele. Lo recuerda y hace constar su homenaje, con eso se conforma y así queda elegante. Es elegante Sorrentino, como Gambardella. Al mismo tiempo, Gambardella no es ni quiere ser, ni puede ser, Gustav Aschenbach. Imposible porque Gambardella necesita acudir al ingenio y el sentido del humor, el sarcasmo a veces, la compasión incluso, para soportarse a sí mismo y aguantar el susurro permanente de termitas trabajando, royendo, derribando su mundo y nuestro mundo y la civilización tal como se ha conocido hasta ahora: una ciudad solitaria, Roma sin turistas que estorben y con unos pocos romanos que son esculturas medio vivas y recuerdos a medio morir de la Roma vital aquella de La dolce vita; calles vacías, plazas desiertas, noches sin fin... Unas vidas sin individuos que quieran vivirlas, conscientes de su incapacidad para vivirlas, son el escenario perfecto para la nada de Gambardella y las frases ocurrentes de Gambardella. No, desde luego que La gran belleza no es una obra sobre la belleza sino, ante todo y obsesivamente ante todo, sobre la indigencia moral del ser humano civilizado contemporáneo.
La ambición de Flaubert por escribir una novela sobre la nada se menciona en varias ocasiones a lo largo de la película. Siempre es Gambardella quien lo hace y siempre hay una interpretación evidente: la nada es lo que queda cuando ya no queda otra cosa, lo que hay cuando ha evaporado lo que parecía importante aunque era gloriosamente vano. Es el mundo de La gran belleza, la Roma despoblada y las noches romanas como un largo funeral por el mundo que expiró no se sabe bien cuándo. La nada es la indefensión moral, la bancarrota estética cuanto ética de occidente: Roma. He aquí una nueva y brillante suplantación de la realidad por las ideas. Gambardella se plantea el fin necesario y el camino digno hacia la nada porque no tiene argumentos honestos con los que suplir el vacío. Pero, en nombre de todos los idiotas que en el mundo fueron y medraron con éxito, ¿por qué jodida y perturbada razón son necesarias las ideas para dar sentido a la realidad? Mucho menos son necesarias las ideas de Gambardella y sus amigos. Las ideas (imposible hablar de “principios”, eso sería como echar cubos de agua al océano para mantenerlo húmedo); las ideas, decía... Las ideas de Gambardella y sus amigos, sus compañeros de fiesta y velatorio, ni siquiera tuvieron la oportunidad de un final honorable, épico, digno al menos, porque no eran propiamente ideas sino imitación de fórmulas de poder ideológico en algunos países del este europeo donde triunfaron, en otro tiempo, la brutalidad y la tosquedad del marxismo, el leninismo, el stalinismo y toda aquella sopa de sudor proletario y moho cultivado en los muros de las cárceles del pueblo. Por supuesto, Europa desde occidente era capaz y fue muy capaz de celebrar las victorias con sabor a pan duro y fondo musical de sala de torturas que llegaba desde oriente y conferirles el don inapelable de la razón, la bondad y la modernidad. En otro tiempo, Europa fue Atenas tragándose el ingenio tecnológico de los persas, otorgándole rango de pensamiento y llamándolo filosofía. Roma también fue Atenas, Europa también fue Atenas y fue Roma aceptando la proposición más audaz y descabellada de la historia, el ingenio de Pablo caído del caballo: convertir un delirio brotado a orillas del Tiberiades, a cuarenta y cinco grados de temperatura, con las neuronas estimuladas en la olla a presión del calor mesopotámico, en la religión oficial y obligatoria del imperio. Europa todo se lo traga, todo lo digiere; es Atenas y es Roma, y Roma todo lo transforma en material acogedor, ocurrencias soportables, mudanzas festivas donde nadie transporta ningún peso muerto. Todo es civilizado. Culto y divertido. Grande Roma.
Por supuesto, los expertos orfebres romanos (italianos, romanos a pesar de italianos) que convirtieron el contenedor de despojos soviéticos en la religión oficial del progreso europeo lo hicieron con una elegancia exquisita. Nadie conoce ni es capaz de concebir un intelectual de más prestancia que Antonio Gramsci. Jamás hubo orador más fluido y agradable que Togliatti. No ha respirado en la historia de occidente un diputado mejor vestido ni dirigente comunista más encantador que Enrico Berlinguer. Ellos y otros cuantos como ellos crearon el mundo de ideas amables y vacaciones revolucionarias como de anuncio de Martini donde fueron a instalarse Gambardella y los amigos y allegados y compañeros de panteón de Gambardella, tan a gusto bajo el sol de la primavera romana. En las mansiones viscontianas de aquellos angélicos, hasta el servicio votaba comunista. Eso fue todo y no hubo más, y por ese motivo Gambardella (más lúcido que los demás), se instituye en relator ágrafo (casi ágrafo, no olvido que en su juventud publicó una novela sobresaliente, El aparato humano), de la definitiva decadencia de Roma y el desplome sin remedio hacia la primorosa extinción. El lamento de Flaubert por no haber sido capaz de escribir una novela sobre la nada, puesto en boca de Gambardella, repetido por Gambardella, es la trufa que corona el irresistible dulce; es el lamento y la rendición, la nostalgia por lo que nunca fue y nunca pudo haber sido, la melancolía como remedio humano, doméstico y tan humano, ante la certeza del final. Todo esto culmina el aliento seductor de La gran belleza, en el fondo un enorme sofisma, desmesurado como atractivo y fatal, engañoso y perfecto. Si Sorrentino hubiese titulado su película “La gran mentira” habría sido más coherente aunque mucho menos comercial. La gran belleza es un buen título; La gran mentira, no. La gran mentira consiste en pretender que la nada, la imposibilidad de ser, resulta algo triste, terrible, insoportable y ferozmente inhumano, un quebranto grande entre los más grandes que debería tener solución, alguna solución, o mejor dicho, una única radical solución: conjurar el imperio de la nada con la fuerza y, necesariamente, la vitalidad de nuevas ideas, otros principios, el pulso rotundo de renovados afanes, la elocuencia de otra moral, una nueva estética, la ascensión del espíritu sobre la carne y la importancia de las raíces (esas raíces de las que se alimenta la monja santa de La gran belleza). Pero todo es inútil porque, lamentablemente, un buen sofisma tiene siempre vocación de durabilidad sin límite y debe mantener intacta su capacidad de erigirse en paradoja perpetua, irresoluble, como el cuento aquel de la Tortuga de Aquiles que ideó Zenón de Elea. Y el sofisma, poderoso como Roma, impone que tras la evaporación de las ideas elegantes llegadas del imperio persa y vestidas a la moda italiana, tras aquel fulgor, ya no queda nada. Y lo peor: ya nada es posible, como no fue posible la novela de Flaubert sobre la nada. O Compromiso Histórico o el caos. O Stalin ataviado de Moschino o la nada. En el amor y en la muerte, todo es empezar.
La inexistencia tiene entonces que reclamar su oportunidad. Si se consuma la renuncia a ser, si ya no queda voluntad de ser ni de ejercer el derecho de todas las civilizaciones a seguir siendo, ¿qué de malo hay en no existir? No ser es una situación de mayor beneficio que ser a duras penas, o entre bostezos y desganas. No ser también es un derecho, tan legítimo y tan surcado de pasiones como el derecho a seguir siendo. No ser es una opción. Lo que no funciona nunca como alternativa es la pretensión de la Roma de Sorrentino y Gambardella: no estar. Por más que vacíen de gente las calles y plazas, los palacios, las iglesias, los jardines... No estar es imposible. Estamos siempre, estuvimos antes de llegar y ser conscientes de que éramos, y seguiremos estando cuando la eternidad y el propio olvido vuelvan a mecernos en su regazo de amores y misterios como el amor. No hay manera de huir de esa certeza, ni de salir de este mundo y esta única realidad, ni vivos ni muertos. No hay escapatoria. Y esto es un buen principio. Puede que un buen final para un artículo.