Muchos reprochan a los creyentes lo irracional de su postura: basar la certidumbre en la fe; es decir, en lo que no se ve ni se puede demostrar. El argumento es intachable, por supuesto. No creer en lo que no se puede probar es mucho más razonable que creer en lo indemostrable.
La paradoja aparece cuando muchos de esos muchos que reprochan a la fe su inconsistencia lógica, se declaran fervientes convencidos de que la humanidad puede cambiar no sólo a mejor sino a óptimo. Porque de esto último sí hay pruebas de sobra, y ninguna valida aquella presunción. Más bien, todo lo contrario.
De modo que cuando escucho a sacerdotes y creyentes hablar del Espíritu Santo, la Santísima Trinidad, la Comunión de los Santos, el perdón de los pecados, etc, etc, me digo: "Angelitos... Vuestro acto de fe más radical es creer en la posibilidad de la bondad humana". Y lo mismo cuando se repite la utopía progresista (o parecidas). A la vista de lo que hay y ha habido, creer en que "la Tierra será el Paraíso" no es un acto de fe simple, sino un trepidante delirio.
Al final, no es que el escepticismo parezca lo más sensato. Es que, con las reglas de Aristóteles a mano, es lo único sensato. (Ya estamos, "no lo digo yo, lo dice Aristóteles", mira qué listillo). Vale, vale... Cada cual argumenta con las luces que Dios le dio (con perdón).
Cosa distinta es oponerse a las arbitrariedades del poder y el sistema, apoyar las causas legítimas y todo ese método. También lógico. Pero en cuanto surgen los iluminados que señalan un más allá necesario de paz, igualdad, justicia y caritativo poder ejercido colectivamente, en méritos del cual se impone una lucha irrenunciable y sin desaliento, es el momento de apagar la tele, prepararse un té y abrir un libro de Italo Calvino, por ejemplo. O de Joan Perucho, que también es lectura serena y a ras de cielo.
Para aturdirse de fe está la cosa, no te jode...