Hemos pasado la mañana en el Puerto de la Cruz, como turistas de cuota, zascandileando entre bazares de cachivaches electrónicos, perfumerías y esas tabaquerías-licorerías atiborradas de souvenirsque dan a la isla una discreta pincelada ultraperiférica, como esas tiendas de las películas anglosajonas (más bien norteamericanas), donde el protagonista compra un revólver en el mismo establecimiento donde pueden adquirirse unos Donuts, analgésicos y comida dietética. Lugares que están en todo el mundo y no distinguen a ninguna parte de ese mismo ancho mundo. Así hemos pasado la mañana, decía, y no lo estaba diciendo mal, porque la mañana pasó soleada como pasaban las nubes por la corona del Teide, presurosas y amables, sin adensarse y opacar la luz intensa de un lugar colmado de reflejos limpios, caídos desde los cuatro cuartos de la brújula. Ha sido una buena mañana perdida en esos asuntos que por su intrascendencia merecen la recompensa de una memoria grata.
Más tarde hemos comido en un guachinche, deleitándonos con guisos del lugar mientras el dueño (un tipo impresionante con aspecto y maneras de boxeador, pues no en vano el local se denomina Boxing Club), depellejaba y descuartizaba la mitad de un cerdo colgado de un enorme gancho a metro y medio de donde nosotros zampábamos. Es la primera vez en la vida que me siento a almorzar junto a un cadáver, si bien de cerdo. Cadáver era, y bien reciente. Sólo la especie animal oreada y lista para el despiece establecía la diferencia entre una escena castiza y un horror gore del tipo La matanza de Texas.
Más tarde, de regreso al hogar, saco al perro y me encuentro justamente como lo que soy ahora: alguien que pasea su perro bajo el volcán. Alguien de aquí. Los turistas pueden hacerse la ilusión, por unas horas o por unos días, de pertenencia a la isla. Nosotros, yo mismo, sólo podemos aspirar al simulacro turístico. Ellos se marchan, nosotros nos quedamos. Quizás no hay secreto en esa rara excitación y renuncia a lo efímero en el placer de la isla, convertido en sensación muy consciente y un poco abrumadora de vivir en medio del océano y en ningún otro lugar. Quizás esa certeza es la que he buscado durante toda mi vida: estar lejos de todo y solamente cerca de las tres o cuatro personas que de verdad me importan. Lo demás, como decía mi abuelo, por Internet.
No sé si me equivoco, si ser ahora isleño es una suerte o un riesgo, en todo caso una evidencia poco a poco asumida. Un desafío, por exagerar. Pero cómo no exagerar, o sentir la tentación de lo desmesurado cuando justo el amor y la avidez por los días junto a ella (la que nos hace "nosotros"), me han traído acaso para siempre aquí bajo el volcán, donde es imposible pensar siquiera en pasos atrás porque el océano corta la retirada.
Bajo el volcán
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