En 1958, el infalible Mao Tse Tung determinó que los gorriones, ratones, moscas y mosquitos eran plagas seculares que lastraban la producción de China en el medio rural y obstaculizaban su política desarrollista conocida como el Gran Salto Adelante. Se organizó una campaña aparatosa, multitudinaria, surrealista por lo que tiene de esperpéntico el realismo socialista, para acabar con aquellas cuatro plagas. Los chinos, movilizados por centenares de miles, persiguieron con ahínco a los gorriones hasta causar su práctica desaparición en el inmenso país. De su consecuencia, sin enemigos naturales que la contuvieran, se produjo la mayor plaga de langosta en la historia de China, causante a su vez de una devastadora hambruna que duró tres años y se llevó por delante a un número indeterminado de personas. Los historiadores no se han puesto de acuerdo en la cifra, la cual oscila entre 16 y 30 millones de muertos.
Aquella bestialidad maoísta fue una demostración ingeniosa y muy práctica de hasta qué extremos de cerrazón y maldad pueden llegar los caudillos que practican fieramente la ética de los principios frente a la ética de la responsabilidad.
Los movimientos políticos y dirigentes más aciagos de la historia han sido aquellos que, convencidos hasta la médula de su propia razón y por tanto ebrios de autocomplacencia, han impuesto su ética de los principios, desdeñando paladinamente la ética de la responsabilidad. Por supuesto, si la ejecución de esos principios ha supuesto acabar con la convivencia pacífica, el bienestar y la seguridad de los ciudadanos, la estabilidad de las naciones y otras menudencias, los fanáticos del antes muertos que enmendarla no han dudado un instante en propiciar todos los desastres aparejados a la acción política entendida como la ciencia de aplastar al enemigo y llevar a los indecisos en masa hasta el ara del sacrificio. Poner más ejemplos parece innecesario, pero no viene mal recordar algunos de ellos, como la absoluta determinación de Hitler por acabar con la plaga judía, el fervor stalinista por preservar las esencias de la revolución soviética a base de llenar fosas comunes, o la contumacia del actual régimen castrista por mantener a Cuba indemne de los estragos morales del capitalismo.
Aunque, quizás, un vistazo por España nos resulte más instructivo y desde luego más cómodo, considerando la cercanía. Puestos a ejercer la pretendida superioridad moral a toda costa, los maximalistas españoles, atrincherados con emergencia atávica en el nacionalismo vasco y catalán (más siniestro el primero, bullicioso hasta lo cansino el segundo), están escenificando otra vez uno de esos prototipos lastimosos de irresponsabilidad, una mezcla de puericia y perversidad de patio de escuela muy común en aquellas gentes engoladas y pagadas de sí mismas a las que Darwin señalaba como paradigma de los humanos “pequeños, ridículos y crueles”. No les importa en absoluto la fractura social en sus propias comunidades autónomas, el odio sembrado desde los primeros niveles educativos, el adoctrinamiento y embrutecimiento de muchas personas receptivas a los mensajes simples y dogmáticos, la manipulación de la historia, la mentira como método, la represión como guía práctica, la anulación del contrario como imperativo histórico. Lo único que saben y conocen es que ellos tienen razón y están dispuestos a imponerla pese a quien pese y cueste lo que cueste. La política de órdagos de la Generalitat catalana así lo evidencia. La frivolidad maliciosa de la célebre pregunta del supuesto referéndum, lo pone de manifiesto. No les importa una Cataluña fragmentada, enfrentada con el resto de España, aislada en el entorno europeo, empobrecida, fanatizada y sentimentalmente arruinada por décadas y generaciones. Les importa lo suyo y sacarlo adelante al precio que haya que pagar. La región más próspera de España, de hacerse realidad los sueños de gente como Mas y Junqueras, podría convertirse en una pintoresca Corea del Norte mediterránea. ¿Y a ellos, qué? Lo importante para los nuevos iluminados españoles (perdón, catalanes), es tener razón y ganar un país para dirigirlo a su gusto. Menos fábricas y más fe catalanista parece la consigna irrenunciable de estos insensatos. Y a ella se ciñen con temeridad de conductores suicidas.
Esperemos que la historia no tenga la última palabra; que dentro de unas décadas, cuando alguien quiera poner un ejemplo de la estupidez clamorosa de ciertos gobernantes, no pueda permitirse olvidar a Mao Tse Tung y sus cuatro plagas porque los tintes del descalabro catalán, si no tan tumultuarios como la catástrofe China, sean más vistosos y pedagógicos. Confiemos en no tener que acogernos a una de las frases que más aborrezco: “Ya te lo dije, avisado estabas”. Y si se diera el triste caso, a ver dónde encuentran gorriones que les píen la gracia.