Intelectuales, compromiso, responsabilidad…

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 Recibo cada día el newsletter de Crónica Global, una publicación de tono moderado y contenidos bastante razonables que prácticamente se ha especializado en narrar de manera muy crítica pero en absoluto estridente “el proceso” catalán, ya saben: los ruidos y polémicas en torno a esa obsesión de algunas fuerzas nacionalistas por la independencia (anhelo muy legítimo y muy absurdo que, por el momento, sólo ha tenido una consecuencia desagradable: que cada día y a cualquier hora aparezca el careto de Mas en todos los informativos y televisiones “del Estado”).

Por lo general, los artículos y noticias de Crónica Global son interesantes, bien documentados, contrastados y reveladores del trasfondo de intereses económicos, ambiciones de casta y chanchullos de familia (para ejemplo, los Pujol), agazapados tras las oleadas de demagogia, mentiras descaradas más que interesadas (ya es decir) y patrioterismo de saldo que nutre la mitología secesionista. De vez en cuando, en la referida revista digital, aparecen columnas de opinión bastante bien escritas y fundamentadas, aunque el tono de moderación al que antes aludía les priva quizás de un requisito indispensable en estos tiempos para que un artículo de fondo se popularice: ser polémico; es decir, escandalizar a unos cuantos y cabrear a muchos. Es de agradecer esta mesura de Crónica Global, su actitud serena y juiciosamente reservada ante un asunto (el del independentismo catalán), que aviva sentimientos viscerales y despierta la radicalidad en muchos sectores de la ciudadanía. No sé si tras esta publicación hay algún partido o movimiento social (puede que el PP, otros dicen que C’s, hay quien apunta a una sutil maniobra pro-tercera vía de algún sector del PSC); pero es cierto que la dirección y redactores de la revista han conseguido otorgarle un aire objetivo, desapasionado, no partidista, que le confiere credibilidad y la sitúa como uno de los pocos referentes informativos fiables sobre Cataluña, sobre todo si consideramos las trazas de la controversia, caracterizada por el posicionamiento de casi todos los medios en torno al debate de la posible secesión conforme a sus intereses a corto plazo. Predominan los que están a favor, como es natural; quien paga manda y la derrama de dinero, por lo común público, con que la Generalitat sufraga su didáctica separatista es espectacular o escandalosa, según quién mire y quién juzgue estos dispendios.

El, 18 de noviembre pasado, publicó la ya muy citada Crónica Global un artículo de Oriol Alonso Cano, doctor en Filosofía, psicólogo y profesor de la Escuela Universitaria Formatic de Barcelona, que en verdad y desde mi modesto punto de vista merece un comentario más amplio y, si es preciso, un debate necesario desde hace tiempo en las instancias con más capacidad de resonancia de “la intelectualidad” española y catalana. Por puro sentido del equilibrio y elemental orientación en el sendero donde todos nos hallamos, me parece oportuno y sanamente necesario matizar algunas de las observaciones contenidas en dicho artículo, titulado “Cinismo (pseudo)intelectual”. En el mismo, Oriol Alonso Cano formula una tesis (más que tesis, evidencia), que puede resumirse, sin caer en la simplicidad, en el siguiente enunciado: la mayoría o al menos buena parte de los sedicentes intelectuales de izquierda, progresistas, solidarios a tope, etc, ni son tales intelectuales (porque carecen de la autoridad moral necesaria para que así se les considere), ni mucho menos son de izquierdas, puesto que en su quehacer cotidiano desdicen los principios básicos de esa opción ideológica y además, con su (sic) “proceder”, “… adoleciendo de toda carga revolucionaria”, refuerzan “el discurso capitalista imperante”.

No dudo de la excelente intención de Oriol Alonso Cano al denunciar con palabras valientes a esa casta de pretendidos intelectuales que se llenan la boca con soflamas antisistema mientras tienden la mano, por lo bajo o impúdicamente, para que el mismo sistema los mantenga forrados y a sosiego en sus privilegios. No hay más que recordar, hace apenas un mes, a la divina progre Sinde, exministra de cultura, recogiendo su “premio” literario en el pasteleo más fullero, menos literario y más anticultural de las letras españolas, para darse cuenta de que aquí algo falla, alguien se está riendo en la cara de todos esos ciudadanos “indignados”, honestamente enfrentados a la injusticia y desigualdad inherentes al orden económico imperante, con este doble juego de “haz lo que te digo pero no lo que yo haga”. En ese sentido, Oriol Alonso Cano tiene toda la razón en su alegato. Pero en estos ámbitos de la ideología, los principios, el compromiso y demás universales que teóricamente deberían ser campo inmaculado en la (sic) “praxis” del intelectual, no sólo es necesario tener razón sino saber por qué se tiene razón, saber dónde estamos y cómo funciona el mecanismo; por qué se produce sistemáticamente el fenómeno y qué extraños resortes posibilitan estas clamorosas contradicciones. En el caso presente: por qué el supuesto compromiso del intelectual de izquierdas no da siquiera para que ninguno de ellos se sienta inclinado, como dice el autor del artículo de referencia, a “predicar con el ejemplo”.

Oriol Alonso Cano parte de un error de caracterización. La ideología dominante, lo que él llama “discurso imperante”, no es “capitalista”. El capitalismo no es una ideología, ni un referente teórico, ni siquiera un sistema de valores por más que algunos de ellos como “la laboriosidad”, “el ahorro”, “la austeridad”… sean elementos susceptibles de nutrir cierta ética vinculada a la concepción economicista-liberal del mundo, la historia y las relaciones sociales. El capitalismo es un sistema de producción basado en dos dogmas indiscutibles: la propiedad privada de los medios de producción y la prevalencia de las leyes del mercado como auténtico motor del progreso de la humanidad. Como, en estricta lectura dogmática, el sistema productivo, es decir, la infraestructura económica, determina en última instancia los demás ordenamientos del entramado social, la ideología hegemónica debería ser la de la clase hegemónica, la burguesía, dueña de los medios de producción y última poseedora de los resortes del poder en este diseño un poco esquemático que acabo de trazar sobre el tinglado en su conjunto.

Pero sucede que la ideología de las clases dominantes (en este caso, me repito, la burguesía), no es siempre la que impera de modo indiscutido y actúa con plena eficacia en el territorio siempre difuso y bastante complicado de las superestructuras ideológicas (el “sistema de valores” que diría un moralista, la episteme un filósofo, “el espíritu de los tiempos” un observador tocado por algún acento literario). La relativa autonomía de las superestructuras ideológicas respecto a la base económica se ha convertido a lo largo del devenir histórico en territorio emancipado aunque perfectamente controlado. La burguesía, históricamente, se ha manifestado como una clase social tan dúctil y adaptable a las circunstancias que, entre otras cosas, ha sido capaz de trasladar su propio, muy sencillo ideario, a fuerzas y poderosos movimientos de oposición, enfrentados y beligerantes hacia su dominio, integrando lo fundamental de su descontento, asimilando lo principal de sus propuestas y desactivando de esta forma las posibilidades reales de cambio efectivo en lo sustancial del sistema, que sigue determinado por el modo de producción. Seamos realistas: la burguesía se las ha arreglado para “ceder” sus principios a la clase social mayoritaria y hegemónica en el ámbito de la ideología. Esta clase social no es otra que la pequeña burguesía, y su núcleo más activo el integrado por los bienintencionados pequeño burgueses urbanos que se horrorizan ante las injusticias del capitalismo. De esta manera, al día de hoy, todo el mundo tiene por “muy de izquierdas” la defensa de principios tan repolludos como la libertad, la igualdad, la fraternidad (llámese solidaridad o de cualquier otra forma); y casi nadie parece caer en la cuenta de que Libertad, Igualdad y Fraternidad son la arenga emblemática de la burguesía a través de sus grandes revoluciones dieciochescas, tanto la guerra de independencia de las colonias inglesas en América como la revolución francesa.

Por otra parte, y bajando a tiempos actuales y un paisaje más conocido como el español, es notable y sin duda paradójico que la izquierda, a través de sindicatos, partidos y otros colectivos concienciados, ejerzan una permanente y activa reivindicación sobre un modo de relaciones laborales (dentro del sistema), que ya fue ideado, organizado y puesto en práctica por el capitalismo desarrollista en los años 50, 60 y 70 del pasado siglo. La prevalencia del sector público sobre el privado, la universalidad de la asistencia sanitaria, la educación como un derecho de los españoles garantizado por el Estado, la titularidad pública del principal del crédito industrial, campesino y comercial; el control de las condiciones de higiene y seguridad en el trabajo, la estabilidad en el empleo, los subsidios sociales para desempleados, la formación profesional continuada, la política urbanística basada en una eficiente red de viviendas y espacios sociales que frenen el afán especulativo del mercado inmobiliario… Todo lo antes dicho y algunas cosas que dejo en el teclado para que no me llamen facha, no son un invento de la izquierda sino de un régimen a cuyo frente se encontraba un dictador. Item más, cuando uno ve y escucha a los dirigentes sindicales defendiendo los derechos históricos, irrenunciables de los trabajadores, llega a pensar: “Los delegados de trabajo y los ministros de Franco hablaban de lo mismo pero con más convicción”.

Ese es el paraíso perdido, el punto fuerte en la práctica aunque nunca confesado en lo ideológico de la pequeña burguesía hoy triunfante en el espacio político de la izquierda: aquel “capitalismo de rostro humano” ya conocido por los más viejos del lugar aunque, venturosamente, vivido bajo estructuras políticas democráticas (al menos en teoría); un lujo que la burguesía puede permitirse perfectamente, cediendo la gestión de estos “valores” a sus también teóricos opositores y con el convencimiento de que lo esencial del debate se trasladará a los territorios más o menos inanes de la política, sin que el sustancial del sistema quede alterado.

Hace ya unos cuantos años, el entonces máximo dirigente del Partido Popular y flamante presidente del gobierno, José María Aznar, escenificó con mucha inteligencia esta alianza estratégica entre los intereses largoplacistas de la gran burguesía española y la intelectualidad pequeño burguesa. En una de sus primeras comparecencias en el banco azul del gobierno, se exhibió con un libro en las manos: “Habitaciones separadas”, de Luis García Montero, un poeta de quien nada tengo que decir respecto a su oficio literario, aunque asimismo ejerciente muy bullicioso del intelectualismo de izquierdas, perfecto ejemplo del intelectual “comprometido” pequeño burgués, dispuesto a clamar y rasgarse las vestiduras ante la menor “agresión” del capitalismo a los derechos “del pueblo”, si bien, al mismo tiempo, inclinado sin pudor a gozar y manipular todos y cada uno de los privilegios, prebendas y canonjías con que dicho sistema desarma su posición crítica frente a todo… Un todo tan amplio y extenso que al final es una nada de palabras en un desierto de ideas realizables. La postura de Aznar fue simbólica, la de los intelectuales de izquierda es dinámica, real, militante desde hace muchas décadas. La protesta es su manera de estar en el mundo, y el sistema su hogar dulce hogar; y nunca harán nada por cambiar una situación tan halagüeña.

Se queja Oriol Alonso Cano de que esos intelectuales no “prediquen con el ejemplo”. Mas… Seamos serios en esto, por favor. Predicar con el ejemplo es una actitud básicamente cristiana ante la vida. Lo que no tiene sentido es exigir a personas de izquierdas que sean buenos cristianos y ajusten la austeridad y ejemplaridad de su ejecutoria pública y privada a la doctrina de una religión que en su mayoría aborrecen. Otro asunto, parte distinta de la paradoja por así decirlo, sería dilucidar porqué la mayoría de estos intelectuales han retomado discursos sencillos de la prédica cristiana (la bondad, la tolerancia con “el otro”, la compasión hacia los desposeídos de este mundo, la universalización de los derechos humanos incluso para beneficiar a quienes los niegan y hacen lo posible por destruirlos, la apertura sin reservas y con todos los derechos garantizados de los espacios convivenciales y culturales de occidente a “otras sensibilidades”, aunque dichas sensibilidades “diferentes” anhelen el incendio de occidente y la edificación sobre sus cenizas de una sociedad retrógrada, anclada en el siglo XIV tanto en la ley como en las costumbres). Ese sería, dije antes, otro debate. Lo que no parece tener remedio es la evidencia de que el pensamiento pequeño burgués de izquierdas, la capacidad integradora del capitalismo liberal y el mensaje bonachón y tan pacífico del cristianismo, han conformado una ideología dominante que además de hegemónica parece ya inmutable. Es el no va más, el sumun del pensamiento humano y humanitarista. Es la ideología oficial de los nuevos tiempos, dentro de poco obligatoria si no cambia mucho la situación (que no cambiará). En esta maraña de intereses y esta sólida cadena de despropósitos, extrañarse de la inconsecuencia y falta de responsabilidad de los intelectuales de izquierda es algo tan ingenuo como escandalizarse de que los curas prediquen sobriedad y beban vino en misa. Y eso es lo que hay, de momento.

 

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