Albert Rivera ya no recuerda sus tiempos de "rebelde", sus hermosos tiempos de gallardía frente al discurso omnipresente-obligatorio del nacionalismo catalán tripartito, aquellos años ignominiosos de Montilla-Rovira en los que apareció desnudo (joven, irreverente y desnudo) defendiendo la Constitución, la igualdad de todos los españoles y la soberanía nacional frente al discurso del supremacismo, el odio y la segregación. Ya no recuerda el valor del gesto valiente y la actitud combativa opuestos a la tiranía y la codicia del poder establecido. Ya no recuerda que él también fue "facha", con todas las letras, ante los medios controlados por la oficialidad autonómica, es decir, casi todos; la apabullante maquinaria mediática que lo tildó de reaccionario "enemigo de Cataluña" desde el primer momento, aquella potencia megafónica de la que parecía insalvable hegemonía del separatismo. ¡Cuánta gente votó a Ciudadanos en las primeras elecciones autonómicas a las que se presentó el flamante partido, en 2006, precisamente por su autenticidad y gallardía, por ser la voz discordante y rotunda que señalaba la pudrición del sistema autonómico transformado en caciquismo voraz, corrupto y despótico!
En política, cada uno se suicida como quiere.
La misma gente que hoy, en Cataluña, votaría a Vox. La misma que ha votado a Cs en las autonómicas de 2017 porque era la opción "útil" frente al separatismo.
Cuanto más se separe de sus orígenes inconformistas, de su discurso radical en defensa de España y los españoles, más apoyos perderá.
En política se perdona y se olvida casi todo, menos renegar de uno mismo.
En política, cada uno se suicida como quiere. Y camino lleva de consumarse su absurdo giro hacia el progresismo de salón que lleva décadas sorbiendo el tuétano a los españoles. Él sabrá lo que hace.