Si algo hace bien el PP es mantenerse imperturbable en la adversidad. Si algo hace mal, es gestionar sus crisis. Me refiero tanto al partido como al propio Gobierno de España. Hay una simpatía como instintiva, la cual fluye con sencillez entre los modos y forma de estar en el mundo de la militancia y estructuras partidistas, por una parte, y el Gobierno de la nación por otra. La gente del PP, por lo general, son personas de orden, de su casa, su familia y sus ocupaciones, todas ellas muy venerables. No aborrecen la calle ni se muestran hostiles a la idea de manifestarse o llevar a cabo acciones similares, pero prefieren estar en acomodo y a sosiego en su hogar y ganar los encuentros por televisión, en todo caso dejando algún que otro comentario en Facebook o enviando una carta al director de un periódico. Alguna vez he citado en este periódico a Pascal y su conjetura, bastante afinada, de que los males de este mundo tienen su motivo en que la gente no sabe estar en casa tranquilamente. De tal modo, no me parece mal sino que, por el contrario, considero muy atinada esa inclinación del militante y votante natural del PP a permanecer en la salita de estar y contemplar lo que sucede fuera desde una actitud serena y bajo techo propio. Si todo el mundo hiciera lo mismo nos evitaríamos muchos espectáculos muy cuestionables, bastantes groserías callejeras y toneladas de demagogia masificada y puesta en la vía pública igual que se abre la puerta de la cuadra y se echa a pastar al ganado.
Pero una cosa es la tendencia, tan respetable, a la pasividad reflexiva de las buenas personas y otra la inalterabilidad imprudente de un Gobierno. No se puede permanecer, tal como está sucediendo, con ademán de palo ante una crisis ideológica (y sentimental) como la derivada tras el célebre fallo del tribunal de derechos humanos de Estrasburgo. Nuestro Gobierno (no el del PP, el de todos), ha hecho lo que acostumbra: encogerse de hombros, acatar la sentencia de aquellos angélicos árbitros, permitir que se ejecute con celeridad escandalosa y consentir que las únicas voces oficiales que se han escuchado sobre este escándalo, amplificadas, hayan sido las unánimes de la Audiencia Nacional, poniendo en la calle a terroristas convictos, o la del fiscal Calparsoro aduciendo bobadas presuntamente jurídicas para admitir que “Del Río ya no es una terrorista porque ha cumplido su condena”.
En un asunto como este, por más explicaciones que Gallardón y Fernández Díaz dieran en comparecencia ante los medios tras conocerse el fallo de Estrasburgo, la realidad es ni más ni menos “lo que parece ser real”. Y lo real se percibe en el fenómeno. La inmensa mayoría los ciudadanos no se explica por qué de la noche a la mañana empiezan a salir etarras, violadores y asesinos múltiples de la cárcel y regresan a la calle, tan panchos y contentos.
No importa ahora si toda esta tramoya es resultado de un compromiso de baja estofa entre el anterior presidente del Gobierno, alguno de sus pintorescos Gobiernos y el entorno etarra para conseguir el alto el fuego de la banda de asesinos; no importa si la sentencia de Estrasburgo estaba más pactada que un combate de boxeo en Las Vegas. La realidad es que ahora, les guste o les disguste, el Partido Popular y el Gobierno del Partido Popular van a tener que soportar el goteo incesante, doloroso, irritante, de excarcelaciones encadenadas. Cada vez que un indeseable rescatado por Estrasburgo salga de prisión, la sociedad en general y los votantes del PP en particular van a sufrir una coz donde más duele: en su sentimiento del decoro cívico y su autoestima como ciudadanos decentes. Eso se llama crisis, aquí y en Madrid. Y a las crisis hay que hacerles frente en su terreno. No sirve intentar aliviar el profundo desasosiego de las víctimas del terrorismo, y de quienes com-padecen con ellos, con datos esperanzadores sobre la recuperación económica. No sirve, en este caso, quedarse en casa (en el despacho de Moncloa), y esperar que el descenso del desempleo y el crecimiento del PIB solucionen la próxima papeleta electoral; entre otras razones porque una parte no desdeñable de los votantes del PP (sus votantes naturales), son personas que pueden comprender los sacrificios de una crisis económica, pero no la humillación y la derrota ante lo que consideran una agresión moral de dimensiones intolerables.
A ver qué hacen. Los que votan y los que no votamos al PP necesitamos urgentemente que nuestro Gobierno haga algo, ya, para evitar esta amargura que la torpeza de unos y la insidia de otros amenazan con servirnos en perversas dosis, a cucharada diaria y hasta sabe la Audiencia Nacional cuándo.
Publicado en La Gaceta, 30/10/2013