El Ateniense, de Pedro Santamaría

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El ateniense Alcibíades (450-404 adC) es un personaje que ha ganado en el transcurso de la historia merecida fama de desmesurado. Altivo hasta la arrogancia, inteligente hasta casi la crueldad, osado, maquinador, valeroso y muchas veces temerario, opulento, desprendido aunque no generoso, seductor, apabullante en el amor y desmedido en sus pasiones, brillante orador y temible retórico, sagaz político a menudo triunfador y demasiadas veces derrotado, su vida es un ejemplo o, mejor dicho, una metáfora de lo que fue Atenas: la orgullosa rutilante Atenas del siglo V adC, un lugar y una época de excepción que conforman el núcleo fundamental —inaugural—, de la civilización, la cultura, el pensamiento y la política en occidente. En aquella fabulosa época, todo lo que no era grandeza era miseria; si un hombre no era un gran hombre, descendía sin remedio a la categoría de triste populacho, y su vida valía lo que un voto en una asamblea: algo extraordinario en lo conceptual e irrelevante en lo que concernía al destino de la polis.

 
Esta es la primera lección que nos ofrece Pedro Santamaría en su flamante novela El Ateniense, publicada como de costumbre por Ediciones Pámies: la democracia es una maravillosa ideación en virtud de la cual cada ciudadano se sabe protagonista y responsable del destino de su comunidad, al tiempo que se reconoce sujeto inerme, prácticamente fútil, enfrentado al devenir de la historia y la voluntad de los ricos y poderosos. Hay varios momentos en la novela, desde mi punto de vista antológicos, que abordan esta cuestión con lucidez y no poca valentía intelectual, dados los tiempos que vivimos. “¿A qué velocidad corre una cuadriga?”, pregunta un aristócrata que aspira a convertirse en mentor y amante protector del jovencísimo hermoso Alcibíades. El muchacho no duda en responder: “A la del caballo más lento”. De la misma manera, la democracia avanza al paso de los más lentos de criterio, torpes y, en suma, necios. Por esa razón —se argumenta punto seguido—, la democracia, de propia naturaleza, es terreno abonado para los demagogos, los que se aúpan al poder prometiendo lo que el pueblo quiere oír, sabiendo que es imposible conseguirlo, generando perpetuamente nuevos conflictos y nuevas contradicciones irresolubles y postulándose una y otra vez como los únicos aptos para solucionar aquello que no tiene remedio. Sin embargo, Alcibíades y todos los personajes capitales de esta novela tienen en alta estima a la democracia, no sólo por ser un “invento” distintivo y prácticamente definitorio de “lo ateniense” sino porque es el único sistema de gobierno que preserva y defiende con eficacia las libertades individuales —a excepción de los esclavos, las mujeres, los deudores, los desterrados, los caídos en desgracia—, y en especial la libertad de expresión, tan apreciada por los habitantes de la polis más progresista, luminosa, presuntuosa y en cierta forma indolente de la antigüedad. Mientras la libertad de decir lo que se piensa no sea anulada por el derecho del que se siente ofendido a imponer silencio, habrá democracia. Esta enternecedora confusión ateniense entre el “gobierno del pueblo” y las libertades políticas, ha dado mucho que hablar y escribir a muchos autores expertos sobre el asunto; entre ellos Goré Vidal, quien en su magistral Creación aborda el mismo tema aunque, me temo, con bastante menos compasión hacia los atenienses que Santamaría. Si hubiera que resumir el “fondo” de esta novela, su “más allá” del personaje y circunstancias históricas, yo diría que se trata de una atinada, lúcida y apasionada disertación sobre los orígenes de la cultura occidental y el valor de la democracia en el ideario colectivo de las naciones que hoy integran en su seno civilizacional el pensamiento clásico greco-latino. 


Volviendo al personaje principal, nuestro tumultuoso Alcibíades, el autor de El Ateniense ha abordado su decurso y leyenda desde una construcción argumental arriesgada —lo que dice mucho sobre la madurez narrativa de Santamaría—; desde mi humilde punto de vista desarrollada y ejecutada con toda solvencia. La cuestión es la siguiente: Alcibíades, por las circunstancias extraordinarias de su azaroso existir, fue un personaje tremendamente popular en su época y durante muchos siglos después de su muerte. Hijo del aristócrata Clinias y perteneciente a la poderosa familia de los Alcmeónidas, tuvo estrecha relación con las personas más influyentes de la Atenas pericliana, empezando por el mismo Pericles, su tío y tutor tras la muerte de Clinias. Entre sus preceptores, amigos, aliados, enemigos, está la “plana mayor” de la época: Sócrates, Aristófanes, Timea, Agis, Darío II, Cinisca (la primera y única mujer que ganó una competición en los antiguos juegos olímpicos). Recorrió Alcibíades el mundo entero, sirvió a Atenas, a Esparta, a Persia; cayó varias veces en desgracia y otras tantas se rehabilitó, hasta que el desastre naval de Egospótamos, que pondría fin a la guerra del Peloponeso, con Atenas vencida y Esparta triunfadora, lo arrastró a un exilio sin esperanza en Frigia y a una muerte temprana (ya se sabe que los dioses reclaman pronto a sus elegidos), cuyas circunstancias concretas no han sido bien aclaradas por los historiadores. Como suele suceder en estos casos, Alcibíades, una vez fenecido, se convirtió en un mito.
 
De la narración de sus hechos se encargaron Plutarco, que no le tenía mucha simpatía; Platón, Jenofonte, Nepote, Tucídides entre muchos otros. Alcibíades es un clamor en boca de una multitud y, por tanto, los puntos de vista sobre el personaje son tan variados, mutables según bajo qué prisma se le contemple, que la solución más razonable encontrada por Pedro Santamaría para abordarlo desde la recreación novelada me parece la más justa: dar voz a todos, como en la asamblea ateniense, y “encargar” cada capítulo de la obra a la subjetividad de un personaje relevante en la misma, manteniendo siempre la figura de Alcibíades, sus hechos, glorias y desmanes, como centro generador de la ficción e hilo conductor del relato. De consecuencia de todo ello surge una novela muy ágil, amena de leer, en la que en absoluto pesan las 480 páginas de extensión sino que, por el contrario, se convierten en vigorosos impulsos de una lectura que fluye deleitable, engarzando un capítulo con otro y animando al plácido lector a “un poco más, y otro poco” hasta el fin de la narración. Por mi parte, he dedicado a esta novela un largo fin de semana, de viernes a domingo de madrugada, y en ningún tramo me ha parecido que sobrase un párrafo ni que ninguna voz de las muchas que rememoran a Alcibíades estuviera de más. 

Pedro Santamaría va forjándose y consolidándose como una de los maestros de la narrativa histórica en España, aunque esto ya lo he dicho en el pasado y en varias ocasiones; y lo he dicho porque es verdad. Con El Ateniense, da un paso más, a mayor gratitud de sus lectores, en la construcción de un corpus literario de género lleno de interés, rigor documental y amenidad. ¿Qué más se le puede pedir? Que siga así.

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