No hacer nada, la alternativa

Compartir en:

 

 

 Si un problema tiene solución, posiblemente se enmiende solo. Si no hay arreglo, intentar resolverlo suele empeorar mucho las cosas. Los seres humanos somos torpes por naturaleza, nuestra comprensión del mundo y su sentido es muy limitado, nuestra capacidad escasa y nuestra opinión irrelevante. Vivimos en una realidad de la que ignoramos su origen, su causa y su destino (si es que lo tiene). La única explicación “firme” de la existencia y sus fenómenos se encuentra en la hermenéutica religiosa, es decir, en la fe y no en la razón, porque nuestra posibilidad de raciocinio es bastante corta y siempre se muestra impotente ante los universales que no comprendemos y para los que no tenemos respuesta. La descripción e interacción científica son un sistema cerrado de equivalencias lógicas que permite explicar cómo funcionan muchas manifestaciones de lo real, pero no aclara nada sobre su núcleo indescifrable. La filosofía y la política siempre acaban por convertirse en discursos morales, pues también son incapaces de penetrar “la esencia” de las cosas aunque pueden determinar, más o menos, cómo deberían funcionar las cosas.

Es inútil, llevamos cuatro mil años de historia y otros tantísimos miles de prehistoria y continuamos dándonos cabezazos contra el misterio. Y seguimos siendo los mismos y haciéndolo todo de la misma manera, y miren ustedes cuánto hemos avanzado. Bien entrados en el siglo XXI no hace falta más que poner el telediario para comprobar que persistimos en el método cromagnón de arreglar las dificultades y resolver las controversias. Después de la Primera Guerra Mundial se fundó la Sociedad de Naciones, entre otros propósitos, para que los terribles “conflictos-dominó” no volvieran a repetirse. Pero hubo una Segunda Guerra mucho más pavorosa que la primera. Los hombres civilizados de todo el planeta crearon la ONU con aquellas mismas intenciones, y fíjense: la Tercera Matanza General comenzó el 11 de septiembre de 2001, ante un enemigo que vive instalado en la Edad Media y que ahora combate en los dos frentes de la batalla. Eso es todo lo que hemos prosperado. La alternativa es aporística y odiosa: apoyar a regímenes tiranos que machacan los derechos de la población o a sedicentes movimientos de liberación, fanáticos islamistas cuyo afecto a la libertad y dignidad humanas valen lo que una cabeza cortada. Esas son las dos opciones, las dos trincheras donde permanece agazapado y medroso lo que queda (muy poco) del espíritu de occidente. Hagan lo que hagan, irán en auxilio de los terroristas de Hezbolá o de los no menos desalmados guerreros de Al-Qaeda. Lo mejor, en este caso como en tantos otros, es no hacer nada.

Lo dijo Blaise Pascal hace tres siglos y medio: “Los problemas de la humanidad se deben a que la gente no sabe quedarse tranquilamente en casa”. Imposible en esta guerra, desde luego. Las naciones y sus ejércitos no pueden quedarse en casa porque está en juego el control del petróleo. El centro del mundo ya no es Bizancio, ni Roma, ni Aquisgrán, ni Jerusalén, Londres o Nueva York. Ahora, todas las sendas capitales para la humanidad convergen en oriente próximo. Cada cual se ve obligado a un bando, el que mejor convenga o el que menos perjudique, junto a dictadores como Basad Al Assar, los asesinos de Hezbolá y los salvajes “soldados de Dios” de las milicias iraquíes chiitas, o bien bajo la misma bandera de Al-Qaeda y los muyahidines de Fatah-Islam y Al-Nusra, entre otros perlas. Los opulentos déspotas de Arabia Saudí, como siempre, han puesto colofón diplomático a esta locura: el sector moderado del wahabismo propone una solución pactada a toda costa. Ese mismo sector moderado del wahabismo es legatario y legitimario histórico de aquellos bárbaros que destruyeron el sepulcro de Mahoma y aventaron sus cenizas, para evitar el culto idolátrico a sus restos. Si esos son los conservadores, imaginen cómo será el sector radical de esta facción integrista, secularmente protegida por la familia real saudí y sus amigos del Golfo Pérsico.

Es lamentable decirlo, pero necesario: que nadie haga nada, que terminen de dilucidar entre ellos sus controversias (como sucedió en Argelia, en Túnez, en Libia…), y cuando los problemas se hayan resuelto por sí mismos o hayan conducido a estos ejércitos sanguinarios al caos absoluto, entonces ya se verá dónde van los nuestros, para qué y en qué condiciones.

Porque tendría muy mala sombra que España empezase a recibir ataúdes desde Siria igual que llevamos años rindiéndoles honores cuando nos los envían de Afganistán. Esmerada y dignamente embalados. Con la bandera sobre el catafalco y la música de réquiem acogiéndolos. Pero son muertos y son de los nuestros. Por los que llegaron y los que podrían llegar, y por favor, no hagan nada.

Publicado en La Gaceta (31/08/2013)

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar