Vestirse uno para que después lo desnuden está bien, se pasa el rato y a veces se conoce gente. Pero desnudarse para que luego te vistan es hacer el muñecón y el papelón, digo yo. Las ciento veinte personas que el pasado 1 de julio aguardaron desnudos a la entrada de una megatienda de ropa en Barcelona, para beneficiarse de las rebajas de verano y la promoción “Ven desnudo y sal vestido gratis”, son un ejemplo impecable de los niveles de estupidez y sumisión que muchos conciudadanos están dispuestos a asumir para caerle en gracia al sistema. En todo caso, para merecer su benevolencia, tan arbitraria ella. El desnudo, si no es alegórico resulta obsceno. Y nada de obsceno tenían los desnuditos que entraron en la tienda a todo correr, felices como niños (ah, la puerilidad como moderna virtud cívica) ante la perspectiva de llevarse sin pagar un montón de ropa de una marca glamourosa.
El componente simbólico de aquellas pieles a cielo raso, sin embargo, resulta indudable y desolador: exhibición televisada del nuevo súbdito de la modernidad, despojado de todo (incluida la vergüenza propia), rendido y satisfecho ante el gran templo del consumo. Con nada llegaron porque nada tienen, y con nada salieron más que con un par de bolsas llenas de ropa y un saco invisible donde cargaban su atolondrada indignidad. Lo siento, tal como lo pienso lo digo. Desde niño me enseñaron que los seres humanos estamos compuestos de cuerpo y alma, o de cuerpo y mente si lo prefieren. Pero los participantes en el nakedparty de Barcelona demostraron que es perfectamente posible actuar y estar en el mundo como si en vez de mente/alma tuviésemos un bonobús. Y sospecho que inmensas cantidades de alegres siervos del mercado piensan lo mismo (con perdón por lo de pensar).
Algún perjudicado de la cosa moderna, en algún medio de comunicación progre-lúdico de esos que abundan como ranas en cualquier plaga bíblica, ha caracterizado la campaña publicitaria de la marca patrocinadora como “transgresora”. El no va más de lo original y creativo. Bueno... ¿A qué santo hay que rezarle? Desde siempre, que yo sepa, quitarse la ropa para que te den algo a cambio, en moneda o en especie, tiene un nombre. Y esa actividad podrá ser todo lo llamativa que se quiera, pero... ¿transgresora? Tanto como inventar el método para hacer la O con un canuto. Decía Ortega que “el imbécil no se sospecha a sí mismo, por lo que es vitalicio”. Me atrevo a parafrasear al maestro para sugerir que la estupidez nunca se reconoce, de nada le sirve la experiencia y, en consecuencia, es históricamente reincidente. Hablar de modernidades en este caso es soñar con la poda de la barba florida de Carlomagno.
Por otra parte me soplan que los componentes de la tropa desnuda eran en realidad jóvenes y no tan jóvenes parados, a quienes la marca promotora contrató por una módica cantidad. En tal caso, peor me lo ponen. Nunca se vio empleo tan efímero y tan degradante. Imaginen el proceso de selección: “¿Está usted dispuesto a desnudarse por noventa euros? Con el aliciente de que, a lo mejor, lo sacan en televisión”. Si no fuese porque no son horas llamaría a mi amiga Teófila, afiliada al sindicato de limpiadoras de UGT, para preguntarle qué opina sobre el asunto. Aunque sé lo que iba a contestarme porque a Teófila y sus compañeras de sindicato no les va la mezcla del desnudo y lo laboral. Se la tienen jurada a las pornochachas que ofrecen sus servicios en las páginas de contactos de algunos periódicos.
Al final, todo salió bien, sin altercados de orden público y sin que interviniese la Guardia Urbana, a pesar de que el desnudo en la vía pública está prohibido por el ayuntamiento de Barcelona (mira tú, qué higiénica disposición). Los bulliciosos desnudos acopiaron cuanta vestimenta pudieron (supongo que irían en primer lugar a la sección de ropa interior, aunque nunca se sabe, hay gente para todo), y salieron del local tranquilamente y, como digo, sin incidentes dignos de reseñar.
Tan contentos salieron. Tan satisfechos. Desnudos ya del todo y más desnudos que nunca, se dispersaron para no volver a encontrarse hasta la próxima. Porque la habrá, no lo duden: la fiesta es imparable.