Nuestro gran recurso natural

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 Algunos países son dueños de inmensos recursos naturales: petróleo, gas, metales preciosos o de uso industrial, diamantes, bancos pesqueros, energías limpias… El etcétera puede ser tan largo como la riqueza que generan o tan corto como la inteligencia y competencia de quienes los malbaratan. Todo depende. Envidiamos a los árabes de Arabia porque poseen inagotables cantidades de petróleo, lo que ha convertido a los simpáticos y un poco rudos caravaneros en obscenos megamillonarios; mas compadecemos a los argelinos porque sospechamos que nunca mejorará su existencia aunque vendan gas a medio mundo y (paradojas de la naturaleza), su territorio contenga reservas de agua dulce suficientes para abastecer a todo el continente africano. Eso sin tener en cuenta la cantidad de energía solar que podría producirse en la zona sahariana. 

Unos son ricos y más o menos administrados y otros hacen lo que pueden con sus recursos naturales. Tal es el caso de España. Poseemos el recurso natural más valioso del planeta, una herramienta imprescindible para que todo funcione y se entiendan como es debido las personas, los pueblos y las naciones, y circulen las ideas, las mercancías, los papeles oficiales y privados, los ingenios industriales, las valijas diplomáticas y los correos postales y electrónicos entre otros muchos bienes y servicios de uso cotidiano. Me refiero al lenguaje, como habrán adivinado. Al idioma español.
 
Glosar a estas alturas la importancia del español en el mundo parece innecesario. De momento es la segunda lengua materna del planeta (después del chino mandarín), y también la segunda en uso internacional, después de inglés. A la vuelta de unos años, Estados Unidos será el primer país hispanoparlante del mundo. No sigo porque no hace falta.
 
Envidiamos a “los moros” porque tienen petróleo, pero no nos damos cuenta (o no queremos aceptar esa evidencia y la responsabilidad aparejada), de que el único recurso natural inagotable es el idioma, y que el español, por necesidad histórica, es el de mayor proyección de cuantos se hablan en el mundo. Y encima tenemos, por así decirlo y con perdón por el barbarismo, el copyright de ese idioma.
 
Mencionar este asunto y pensar de inmediato en la industria cultural es algo lógico. La potencialidad en este ámbito es inmensa, aunque hay que saber gestionarla, claro (acordémonos de Argelia). El actual gobierno tenía previsto desarrollar las iniciativas que fuesen precisas para elevar el 3’2% del PIB que representa la industria cultural, hasta cifras cercanas al 10%. Lamentablemente, la política de austeridad y recortes parece haber alcanzado igualmente, fatídicamente, a la ambición y altura de miras en este ámbito (como en tantos otros). Se impone la triste tiranía del “primun vivere deinde filosofare”, como si la industria cultural fuese un lujo, un añadido ornamentario, un entretenimiento del que podemos prescindir sin mayores problemas, olvidarnos de él, dejarlo en manos de cuatro almodóvares, algún sabina, alguna espontánea candelitapeña y las páginas web dedicadas a la piratería; y ya volveremos a acordarnos de las rimas de Bécquer cuando amaine la crisis económica.
 
No se enteran. No nos enteramos. Nadie quiere asumir el inmenso reto, quizás porque a todos (a casi todos), les parece demasiado complicado. La industria cultural no es la ceremonia de los Goya, el último best-seller de Maruja Dueñas y la postrera parida que se le ocurra al niño de Dominguín. Por lo general tenemos una idea cañí, cutre, bastante hortera, de lo que es y significa eso de la industria cultural. Digo sólo dos cosas al respecto y después me callo, que estoy mejor. Las cuales dos cosas son:
 
Una industria cultural que se corresponda y sintonice con la importancia del idioma español en el mundo, requiere contenidos susceptibles de “consumirse” no sólo en España, o como mucho en el concierto de naciones y comunidades hispanohablantes, sino en todo el mundo. Y “en todo el mundo” significa exactamente eso: en todo el mundo. Cuando nuestras series de TV, nuestros libros, nuestras películas, nuestros espectáculos audiovisuales, etc y etc, se traduzcan y comercialicen en Australia, Japón, Rusia y Kenia, atisbaremos la esperanza de estar “produciendo” en cantidad y calidad razonables. Que alguien, por favor, vaya atando esa mosca por el rabo.
 
No necesitamos contenidos culturales para entretener a la gente (para eso ya están Hollywood, Bollywood y toda la pirotecnia de los efectos especiales). Necesitamos generar una oferta creativa de calidad porque el sustento de la misma es un idioma que se habla en los cinco continentes, desde la cuna, por el 7’5% de la población mundial; y esa comunidad lingüística y cultural exige el continuado enriquecimiento científico, técnico, literario y en todas las áreas del conocimiento (el pensamiento), para afianzarse como corriente estable y en alza. Porque un idioma es mucho más que un idioma: es una civilización, una forma de nombrar, representar y comprender el mundo… Nuestra manera de estar y nuestra voluntad de ser. Eso es lo que nos jugamos. Así de importante y así de exigente es nuestro gran recurso natural.
 
Ya puede otro alguien ir atando esa otra mosca por el rabo. Un servidor, con escribir este artículo ha cumplido por hoy.
 

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