Humberto O. Maturana (primero a la izquierda de la imagen). Lo acompañan Ramón Pelegrí, Anastasio Marzal (rector de la Universidad Católica de Sucre), Hermenegildo López Diego y Vicente Bendicho. Foto: Santiago de Chile, 1946.
Conciencia, ser y materia en la filosofía de Humberto Osvaldo Maturana
( Ritos de escisión y vínculos de lamentación, la realización de la idea de Dios como tarea humana)
En el preámbulo de su libro más difundido internacionalmente y que a la postre le abriría las puertas del complejo edifico de la filosofía francesa de posguerra, Ritos de escisión y vínculos de lamentación (Santa Fe de Bogotá, 1947, Universidad Católica de Sucre), Humberto Osvaldo Maturana (Santiago de Chile, 1914), plantea con original desenvoltura los elementos iniciales de su argumentación en términos que sorprenden al lector y al estudioso por la contundencia de los mismos. En un avance/resumen de las tesis que desarrollará articuladas en veintisiete capítulos y mil doscientos folios de sobria y precisa redacción, declara que los dos “asuntos elementales de toda filosofía”, la cuestión de la muerte (commentatio mortis), y la cuestión de Dios, o, como él la denomina, la “posibilidad de abstracción sobre un phenómeno de la divinidad”, son en realidad la misma expresión de idéntica interrogante. Desde su punto de vista, no entraña ni determina diferencia alguna a la razón última de esta “disertación”, comenzarla por la borrosidad sobre los orígenes (Dios en la filosofía clásica aristotélico tomista, ex nihilo nihil), o retomar el comentario a partir del vacío escatológico y la declaración de límite al conocimiento sensible y, en muchos autores, intelectivo, cuando nos pronunciamos sobre la muerte como objeto de reflexión con todas las consecuencias declarado. Este apriorismo metodológico, en sí no excesivamente heterodoxo, alcanza de inmediato, en el texto de referencia (pág. 29 y ss., Op. Citada), dimensión de remarcable novedad, no exenta de riesgo, cuando el autor (que a la sazón contaba con sólo 33 años de edad y apenas había publicado media docena de artículos en revistas de filosofía iberoamericanas), declara la “convicción” de que la existencia, función y posibilidad de la disertación sobre la cualidad de Dios es asunto que debe postergarse ante una más urgente “necesidad de construir el mismo concepto de Dios y su cabal consistencia ontológica en el devenir del desarrollo de la conciencia humana, entendido como tarea de divinización del ser a través de la anexión de su único sentido viable: la creación exacta en acto de voluntad de lo preexistente, que en definitiva es manifestación difusa del ser y expresión incompleta de esa misma conciencia”. A tal estado “utópico” de los alcances sapienciales del ser humano, Maturana lo denomina como “silencio consciente”. Más adelante entraremos en el detalle de esta definición.
Probablemente, en el momento de la redacción de esta parte del tractatus, Maturana se encontraba inmerso en la estructuración de su argumento sobre la conciencia. En carta dirigida a su amigo el antropólogo californiano René Ottis (19/09/1945), señala con no poco énfasis lo siguiente: “Mi investigación, aún en ciernes, consta de dos partes fundamentales: la ya escrita y la que aún no puede escribirse, y es ésta última, precisamente, la más importante y la que precisa una más prioritaria atención”.
No será hasta abril de 1946 cuando Humberto Osvaldo Maturana certifique el corpus básico de su estudio, el cual, posteriormente, nutrirá los capítulos centrales de Ritos de escisión y vínculos de lamentación. La primera exposición de dicha tesis tendrá lugar, como decíamos, el 4 de abril de 1946, durante una conferencia (La conciencia y el ser como objeto de interpretación en la historia de la Filosofía), leída en el Instituto Chileno de Ciencias Sociales, Morales y Humanísticas. En tal ocasión, como parte central de su recientemente depurado argumentario, Maturana señala los rasgos principales que han de significar a su Filosofía en las siguientes décadas. En concreto establece su punto de vista en torno a dos afirmaciones vinculantes entre sí: la consideración de la conciencia como fenómeno que antecede necesariamente al ser, y la consideración del ser como atributo inseparable de la conciencia. “Hasta el presente” -escribe -, “los filósofos, desde Platón a Bergson, se han centrado en la descripción de la naturaleza de los seres particulares como elementos anexos al ser en abstracto y considerado como absoluto global de cuya propiedad participan los demás entes (seres); y todos cuantos estudios sobre el conocimiento y la apreensión nos legaron, se limitaban a describir la separación, los límites estrictos entre el objeto (la cosa aristotélica/ la cosa en sí) y su permanentemente interpretada relación con el más allá de las cosas, esto es, los ámbitos de la esencialidad manifestada y la causa no manifestada de la esencialidad. No ha habido hasta el presente, no al menos de forma sistemática y articulada en un único discurso doctrinal con alcance de compendium, ningún intento por explicar la inevitabilidad de la conciencia, la cual se ha contemplado bien como emanación concesiva de un Ser Supremo, un Ser que rige y prevé al ser nocional filosófico, o bien como conclusión de un largo proceso depurativo en la naturaleza del mundo que, en momento indeterminado, apareció, es decir, fue constituido por fuerza de las propiedades particulares del ser objetivo que actúa en la realidad presente, siendo esta última interpretación característica de las filosofías materialistas. No obstante, a la recta comprensión de estas cuestiones repugna la idea de que la conciencia tenga un instante preciso de aparición en los terrenos de lo real manifestado, es decir, fecha de nacimiento como cosa nueva surgida por contradicción productiva de contrarios precursores en su potencialidad. El viejo aserto latino nihil novum sub sole se vería desvirtuado hasta el ridículo con la formulación más precisa de “no hay nada nuevo bajo el sol, excepto la conciencia, que surgió en indeterminada época de inconcreto período evolutivo”. De similar inconsistencia parece la tesis que refiere el surgimiento de la conciencia como decisión semejante a filantrópica del Ser Supremo Hacedor del mundo y cuantas cosas contiene, reservando el sentido, alcance, significado y responsabilidad de la misma, en exclusiva, al ser humano. Desde esta perspectiva teológica -por más que muchos filósofos hayan partido desde premisas distintas al desarrollo de la teología como explicación del mundo, pues el caso es que los resultados son los mismos -, la conciencia sería una concesión divina que nos diferencia de los animales, los vegetales y lo inerte, y su principal justificación sería la de, por designio nuevamente de lo Supremo, administrar lo creado conforme al designio del Creador, legitimar los actos, sancionar entre bondad y maldad de los mismos y, en último término, rendir cuentas de la existencia individual de cada uno de los beneficiarios de esta concesión temporal. Una pobre definición y escuálida consistencia ontológica para el único vínculo del que sabemos y realmente tenemos posibilidad de saber entre la relación de la completitud del ser y los fenómenos de lo real que nos son dados a la observación”.
Un año más tarde (noviembre de 1947, fecha en la que se publica Ritos de escisión y vínculos de lamentación), Humberto Osvaldo Maturana dedica los capítulos centrales de dicha obra, en sí los más relevantes de toda su producción flosófica, a la consolidación de estas tesis sobre la antecedencia de la conciencia al ser y la verdadera dimensión de esta intuición, argumentada, como en él es característico, con la vehemencia y cercanía propias de la escuela antofagasta de filosofía, en la que se forjó como tratadista y cuyos orígenes jamás serían negados ni siquiera relegados en su biografía. Escribe (pág. 227 y ss.): “Sabemos poco, prácticamente nada, acerca del mundo real no manifestado que determina las formas tanto de existencia objetiva como de apreensión subjetiva de dichos fenómenos. Somos incapaces de describir la razón, esencia, motivo y propósito de ese más allá de las cosas que explica por sí el misterio sobre los orígenes y finalidad de los seres en general y de los entes en particular; sin embargo, desdeñamos la evidencia del único vínculo evidente con aquellas instancias de las que, según la sentencia platónica, puede hacerse descripción pero no explicarse; siendo tal vínculo, sin ninguna duda, la conciencia como entidad universal de la que intuimos la participación involucrada no sólo del ser humano sino de la materia última de todo cuanto existe. Sólo una filosofía que parta de la conciencia como primer y elemental sustrato generador de cuanto es, puede alcanzar éxito en esta tarea de que nos impone el decurso progresivo del pensamiento y que nos aboca al salto de cualidad epistemológica entre la capacidad de describir y la aptitud para explicar la causa de los fenómenos”.
Siguiendo este discurso, Maturana establece una especie de jerarquía en la conceptualización metódica -casi, añadiríamos, cronológica -, de la naturaleza del objeto en sí, al que en ocasiones denomina ser objetivo que constituye el mundo. En primer lugar mantiene la noción -perceptible -, de la conciencia como causa última de todo, alegando de inmediato que el ser es la consecuencia inmediata de la conciencia, trabándose una dualidad contradictoria, en los límites casi transgresores del principio clásico causa/efecto, según la cual la conciencia sería al mismo tiempo antecesora y causa del ser, mas no podría haber existido sin éste, el cual establece su norma como, asimismo simultáneamente, parte de la conciencia y condición necesaria o vehículo necesario para la misma.
Todo lo cual conduce indefectiblemente a Maturana al planteamiento sobre la posibilidad discursiva de otros tres elementos fundamentales a todo filosofía: la nada, Dios y el sentido de las cosas, es decir, el mundo y los fenómenos así como los objetos que no participan, a simple vista, del beneficio de la conciencia.
Por claridad en la exposición, detallaremos en párrafos aparte la explicación resumida que Maturana ofrece a cada uno de estos elementos, aunque debe señalarse que en el compendio de su obra, sobre todo en Ritos de escisión y vínculos de lamentación, las argumentaciones son entreveradas, significando la interrelación y unicidad entre unos y otros como parte no divisible de una objetividad previa a todo conocimiento que el filósofo continúa situando en la potestad generadora de la conciencia.
La nada opuesta al ser, según Maturana, sitúa los términos de la contradicción en la pura absurdidad. Partiendo de la quiebra o distanciamiento entre lo absurdo y lo mensurable desde el punto de vista racional, y siempre según su discurso, la nada no puede ser otra cosa que una “capacidad de la conciencia comprendida en la misma conciencia”. Se rompe aquí, pues, la escisión lógica que tanto preocupase a los filósofos existencialistas, la expresión abismada a lo inexplicado entre el ser y la nada y el porqué de uno en detrimento de la otra, y la razón objetiva entre una posibilidad u otra. Para Maturana, la nada no es algo diferenciado de la conciencia sino una de sus expresiones manifestada sólo en su forma pensable. Se trata de un designio de la conciencia en la medida en que siendo origen del ser y del todo, también ha de serlo de la capacidad psicológica de interpretar el (sin)sentido de ella. En frase no poco irónica que se hizo célebre en determinadas publicaciones parisinas de la época (entre 1947 y 1952, año del prematuro fallecimiento del filósofo), “la nada no se opone al ser y menos aún a la conciencia, es una decisión que la conciencia no ha abordado ni desarrollado, todavía”.
Sobre la existencia de Dios, según Maturana “no merece la pena debatir sobre el presente de una idea inhábil al conocimiento que remite toda filosofía a los ámbitos de la teología, aún a pesar de que la inmensa mayoría de los filósofos han pretendido explicar el mundo prescindiendo de este campo donde la urdimbre de la certeza religiosa -la fe en última instancia -, siempre acaba por abrumar al razonamiento que se propone a sí mismo independiente de toda idea preconcebida y naturalmente aceptada como indiscutible”. Según él, “lo importante del concepto de Dios es su trascendencia decisiva en el devenir del desarrollo de la conciencia, esto es, el estudio desapasionado de la posibilidad de Dios como fruto del progreso de la conciencia, a tal punto que podríamos señalar la plenitud de lo humano en el instante en que la razón obrante como segmento fragmentario de la conciencia sea capaz de asumir la inversión de las leyes antiguas de la causalidad, estableciendo a Dios como efecto y a la conciencia como causa, en este caso ya instaurada como silencio consciente reconocible por lo humano, evidencia de su verdadera naturaleza tanto en los orígenes como en la infinitud, que vendría a ser su final”. Este aporía, un tanto desafiantemente lanzada, de la infnitud como final de lo humano, deja entrever la intuición no del todo desarrollada por Maturana -falleció pocos meses después de redactar el Apéndice a Ritos de escisión y vínculos de lamentación donde adelanta dicha tesis -, de la tarea del ser humano como receptor “principal” de los atributos “básicos” de la conciencia y transmisor depositario de la misma en el objetivo último de constituirse en propia divinidad plena, capaz de explicar, a posteriori, todos los interrogantes sobre el origen que siempre, a lo largo de la historia de la Filosofía, se han fundamentado en la idea de Dios o en su misma negación. En tal sentido, declara casi jocosamente en su carta dirigida a Friedrich Von Fleckenteins, rector de la universidad de Duisburg-Essen (1949), quien lo había invitado a conferenciar sobre idealismo y materialismo en la filosofía clásica alemana (conferencia que por distintos motivos nunca llegó a leerse): “Dios no existe aún, se encuentra en estado de construcción y las obras avanzan satisfactoriamente”.
Sobre las cosas, la materia -como decíamos anteriormente, a primera vista desprovistas de conciencia o inanimadas -, Maturana mantiene un principio que años más tarde sería ratificado por los progresos de la ciencia cuántica, según el cual “la forma inteligente que tiene de manifestarse la materia no se debe al designio supremo de un incógnito y grandioso regidor del universo, sino “a la propia voluntad de la conciencia que a su intencionada discreción viene a comprenderse y darse a entender en distintas formas que son expresión de una única naturaleza que se gobierna a sí misma, no a seres separados y dependientes tal como proclaman las ideologías religiosas desde tiempo inmemorial”. En tal sentido alcanza su completa eficiencia, al menos de cara a la coherencia discursiva de la filosofía de Maturana, el antes relacionado concepto de “silencio consciente”. Según él, tal estado es propio de cuanto es, excepto, paradójicamente, de quien puede señalarlo y describirlo: la psicología humana; aunque dicha deficiencia alcanzará espontánea superación en el mismo momento en que la capacidad cognoscitiva humana sea capaz de asumirse como parte activa de un universo de materia inteligente que actúa en eterno presente y se sabe a sí mismo causa y efecto de todos los fenómenos. Dicho estado de comprensión e inseparable vinculación entre el hombre y la naturaleza compuesto por lo inerte o lo inanimado, pero no de inteligencia, se correspondería en aproximada exactitud con el logro divinizador de la condición no ya humana sino existencial, por cuanto sería ya imposible separar “lo estrictamente humano de lo no humano, todo ello parte, compendio y absoluto extenso de la realidad asimilada a una única expresión generadora desde la contradicción: la conciencia según su propia esencialidad desarrollada”.
Humberto Osvaldo Maturana, tras larga insistencia de su editor en francés, se instaló definitivamente en París en septiembre de 1949. Aceptó una beca del Instituto Edmond About para impartir un curso de metafísica en el Liceo Boileau, patrocinada por dicha institución así como por la sección de Ensayo y Humanidades de la Academia Francesa. Este trato favorable despertó desde el primer momentos la susceptibilidad y no pocas reticencias de la inteligensia francesa de la época, a la sazón involucrada en la complicada tarea de conciliar la filosofía existencialista -cuyo primer e influyente tratadista, no lo olvidemos, fue Martin Heidegger, significado miembro del partido nazi alemán -, con la justificación de los regímenes comunistas en el este de Europa, la teoría del socialismo en un sólo país, el stalinismo y la dictadura del proletariado, realidades que para Maturana eran “expresión de lo más grosero del pensamiento político y lo más degradado de la acción de un Estado contra su ciudadanía”. El desencuentro entre Maturana y los nombres más relevantes de la filosofía francesa de posguerra era algo anunciado, y se prolongó hasta finales de 1950, cuando el pensador Arthur Adamov reivindicó en la revista dadaísta Cranée, fundada por André Breton, la filosofía de Maturana como vigorosa aportación estética al ideario creativo de occidente, sobre todo en lo concernía a la posibilidad de Dios como “germinación última y sublime del pensamiento humano”. A partir de ese momento, aún con algunas salvedades y prevenciones, Maturana es aceptado oficialmente en las élites de la intelectualidad parisina, si bien su carácter reservado, rayano en la timidez, siempre lo mantuvo discretamente apartado de la vida corporativa de estos grupos.
Las críticas que en un principio recibió la filosofía de Maturana por parte de algunos filósofos franceses de indudable influencia en los medios culturales (Corbin, Hyppolite y Domenach entre otros), se centraban básicamente en las concomitancias -según dichos comentaristas -, entre las posiciones fundamentales del chileno y la filosofía clásica orientalista, sobre todo en cuanto concierne a la noción panteísta de la conciencia única rectora del universo. Desde este punto de visto, la filosofía de Maturana no sería más que una actualización o relectura de los tradicionales principios del budismo, el taoísmo y la filosfía zen, aplicadas a la metodología historiológica del pensamiento occidental. Maturana nunca refutó estas posiciones porque consideraba estéril un debate sobre aspectos que él definía como “externos, ajenos y distorsionados”, es decir, se negaba a debatir sobre un malentendido previo que desautorizaba su visión y explicación del mundo, situándola en el absurdo; “sobre la absurdidad de una tesis no se debate, se la ignora y se retira el saludo al imbécil que la propuso”, declaró en una entrevista concedida el 9 de mayo de 1951 al periódico Le Figaro, con ocasión de haberle sido concedido el premio nacional de la Academia Francesa a la traducción a este idioma de Ritos de escisión y vínculos de lamentación, distinguida como la obra ensayística más sobresaliente publicada en Francia en la década de los años 40 vigesémicos . Sin embargo, en el inicio del inacabado Apédice a esta su obra capital, señala el filósofo que “las insinuaciones de apariencia” entre su filosofía y el discurso panteísta tradicional de las cosmogonías orientales ignoran tanto a aquella como a éstas. No cae duda de que en el transcurso de sus investigaciones Maturana tuvo que acceder al estudio de las filosofías orientales, las cuáles asume como parte importante en la descripción del pensamiento evolutivo en torno a la comprensión de la fenomenología, aunque queda descartada en opciones de aporte por cuanto, según declara el filósofo (Apéndice I a Ritos de escisión y vínculos de lamentación. París, 1952), todas las filosofías orientales tienen una razón conducente a la religiosidad, por cuanto establecen como cosa probada la necesidad de interpretar verdades evidentes, la principal de las cuales es lo Supremo como algo existente en sí, inmutable, eterno y absoluto condicionador de la vida de los hombres”. En párrafos sucesivos define a estas filosofías como discursos surgido en la obsesión de acomodar la existencia de los hombres a una Voluntad que les precede y que es intransformable, de modo que la única posibilidad de sentir sabiduría y felicidad en este mundo es acatar el dictado previo de la divinidad y asumirlo como “gozo inevitable”. Tal visión estática, conformada, sin posibilidad de progreso y evolución de la conciencia humana y el espíritu que la agita en pos de el gran objeto último del silencio consciente, desautoriza por completo ante la filosofía de Maturana a las filosofías orientales y las explicaciones panteístas del mundo. Para él, la conciencia es actividad y continua evolución, y el principal depositario de esa actividad -aunque no el único, como hemos visto antes -, es el espíritu humano aun sin haberse reconocido por completo en las ilimitadas posibilidades que le confiere su naturaleza, la cual se halla en vínculo de permanente contradicción con la infinitud presente de la conciencia. Cualquier filosofía que que parta de la idea de una realidad hecha, y por tanto se limite a describirla e intentar explicarla, sin entrar siquiera en consideraciones sobre el proceso de transformación del ser (parte obrante y opuesta necesaria a la conciencia), queda por completo al margen de las posiciones de Maturana y no puede considerarse, tal como él mismo sostenía, ni próxima ni inspiradora de ninguno de sus principios, pues, “tan sólo en los principios, ya discrepamos” (Apéndice I a Ritos de escisión y vínculos de lamentación).
Humberto Osvaldo Maturana falleció en París, tras sufrir un proceso de neumonía, el 22 de octubre de 1952. Tenía tan sólo cuarenta y dos años. La brevedad de su existencia se corresponde irremediablemente con lo poco extenso de su obra, si bien los estudiosos de la filosofía hemos llegado a conocer la que quizás fuese su obra definitiva, la multicitada Ritos de escisión y vínculos de lamentación, uno de esos tratados monumentales que dan carácter y significan a perpetuidad el nombre y la producción de un filósofo. La anunciada reedición de esta obra por la editorial francesa La Lauze, prevista para octubre de 2008, seguramente devolverá a la actualidad, siquiera por un tiempo, el intenso estudio sobre el ser la conciencia y la materia de este filósofo chileno que construyó toda su obra desde la radical independencia de criterio respecto a las cosmogonías religiosas, las filosofías impregnadas -”contaminadas” -, de religiosidad y, como evidencia su coherencia y seguridad propias, no se dejó desanimar por las iniciales desaprobaciones con que fue acogido por la que, en tiempos, era considerada vanguardia de la intelectualidad europea: los filósofos franceses de posguerra. Todo o cual nos habla de un espíritu libre, una personalidad consecuente y un hombre de tenaces principios que siempre estuvo convencido de que los destinos últimos de sus semejantes trascendían con mucho el simple papel de comentaristas, relatores o en todo caso ejecutores de la Historia; más elevado era su predestinación según Maturana: ser los constructores de la misma divinidad encarnada en el sujeto múltiple humano. Y en concordancia a tal convencimiento vivió, expuso sus ideas y las legó a la posteridad.