Cada año, desde primeros de septiembre hasta mediados de noviembre, surge el mismo fenómeno en esta esquina del Atlántico: la mar se calma, el viento cesa —no al revés, que sería lo lógico en lógica continental: el viento cesa y la mar se calma; no: la mar se calma y el viento cesa—, y ya me estoy haciendo un lío. Empecemos de nuevo.
Cada año por estas fechas, desde principios de septiembre hasta más o menos mediados de noviembre, la mar se calma, el viento cesa, las mareas ceden hasta convertir la rompiente de las olas en metáfora de un lago tranquilo; y los días se esconden bajo una luz de ceniza que asoma desde las muchas aguas hacia la tierra oscura bajo el volcán —porque aquí en mi isla, aparte de mar y alisios, tenemos un volcán muy grande, tan grande que todo ser viviente es inquilino del volcán, no hay otra—. Es entonces cuando se produce la extrañeza, una rara mezcla de paz recuperada y desconcierto ante lo efímero que, en el fondo, es síntoma de extranjería ante el simulacro del tiempo detenido.
Los lugareños llaman “las calmas” a esta época del año. Los llegados de fuera, aunque lleven mucho tiempo y tanto tiempo como un servidor en la isla, no tienen más remedio que admitirlo:
las calmas son como el poso invulnerable, imperecedero, del espíritu del lugar.
las calmas son como el poso invulnerable, imperecedero, del espíritu del lugar. Son el último aliento de una tierra pequeña y borrosa que si es algo por sí, lo es en virtud de estos silencios, estos días iguales como cristalizados entre latidos del mundo que se olvidaron de un verbo tan simple como continuar.
Seguramente ustedes hayan oído hablar muchas veces de la proverbial parsimonia canaria, una lentitud en el hacer y el decir que a menudo irrita a los peninsulares ávidos por aprovechar el tiempo, sobre todo si en el mismo tiempo hubiese algo aprovechable. No niego que ese pintoresco matiz de la vida isleña es capaz de desconcertar a cualquiera. A mí mismo, durante los primeros meses de estancia en estos andurriales entre olas y nubes, la costumbre me trajo un poco alterado. Entre otras cosas decidí acortar mi nombre: de José Vicente a Vicente a secas porque, pensaba, para llamarme del todo necesitaban media mañana. Sin embargo, la razón innegable de lo real siempre acaba imponiéndose sobre cualquier valoración o análisis de los usos sociales y los idearios compartidos. Cierto: aquí la gente se toma las cosas con calma, y lo hace porque sería absurdo —prácticamente enfermizo— alterar el fluir natural de la vida con unos apremios que tarde o temprano se manifiestan del todo inútiles. El propio escenario de los días nos lo recuerda cada año, de septiembre a noviembre: el viento concluye y el mar se detiene, y la vida penetra con absoluta sencillez en un paréntesis asombroso; este año pandémico, no hace falta decirlo, casi milagroso.
Este año, después de todo lo vivido y especialmente tras todo lo no vivido, con la alforja de diario llena de experiencias ingratas, las calmas han venido como remedio de herbolario a la angustia del presente y sus afanes demasiado acelerados. “Mientras esto dure…”, dicen las gentes; “mientras esto se normaliza…”, insisten en su optimismo sin horizonte, en la obligatoria resignación. Aquí, por el momento, “esto” cede ante las calmas y pierde casi por completo su importancia imperativa, desarmada su habilidad para fastidiarnos el gesto cotidiano. Las calmas son una tregua dentro del gran intervalo, la Fase 5 de la Nueva Normalidad: no hay prisa para nada porque el mundo así lo dispone: el viento se ha detenido y el mar se ha calmado. Es hora de mirar hacia dentro, no a la tristeza de ahí fuera.
“¡Saca la lengua, Ulises, y prueba! ¡Es amarga! ¡Es agua del mar!”, escribe Cunqueiro en Las mocedades de Ulises. Este año, sin duda, más amarga que nunca es el agua del mar. Más quieta que nunca en la marea baja. Más cercana y más fácil en promesas. Las calmas son así, algo cercano que dice cosas muy de lejos. Algo cercano que siempre habla de libertad.
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