Ayer escudé las campanas de la iglesia tocando a muerto. Es la primera vez que suenan (la primera vez que las oigo), desde que vivimos en el extremo noroeste. Recuerdo que hace un montón de años, tantos tantísimo que servidor aún no había cumplido los veinticinco de su edad, llegando a Mondoñedo me impresionó lo pequeño, recoleto y muy sobrio en mármoles de un cementerio a la orilla de la carretera. Se me ocurrió comentar en voz alta: “Qué pequeño y qué bonito!. Uno de mis acompañantes en aquel viaje, paisano de la zona, se ajustó la boina por la parte de la coronilla y respondió: “Es que aquí la gente muere poco”.
Podría ser verdad. Uno está acostumbrado a los cementerios andaluces, inmensos, blanqueando bajo el sol las sepulturas igual que bajo tierra blanquean (digo yo que blanquearán), los huesos de los difuntos. Y estaba acostumbrado al toque de funeral repetido tres o cuatro veces al día desde los solemnes campanarios de Carmona. También puede ser que aquí muera menos gente porque hay menos población. Los cementerios pueden permitirse el lujo de ser mínimos como un jardín familiar. En Andalucía suelen ser enormes, como plazas de toros o campos de fútbol. Sea cual fuere la explicación del portento, una ventaja decisiva encuentro a la parquedad en misas y tañidos de difuntos: precisamente, el valor de la excepción. El concierto en Carmona era diario y desde hace mucho tiempo no prestaba atención al quejido del bronce. Ahora, la música de campanas es algo raro, como raro nos parece morir por el simple motivo de que nunca lo hemos hecho. Tiempo habrá para acostumbrarse al tañido y al silencio.