El mundo, la realidad, la sociedad, la historia... cada día se me asemejan más al ordenador en el que escribo: no tengo ni idea de cómo es por dentro, cómo está hecho y por qué funciona; pero sé cómo funciona. La única diferencia, decisiva, es que una máquina (y el ordenador no deja de serlo), hace aproximadamente lo que le indicamos, mientras que el mundo se conduce como le da la gana, al exclusivo dictado de unas leyes (en el caso de que existan), muy propias y muy ajenas a la voluntad de los humanos.
Hablando de voluntad, decía Zubiri, con su proverbial letra clara para hablar de lo borroso, que la historia es “una voluntad de ser” mantenida y proyectada en el decurso temporal. De su consecuencia, la historia debe de tener un sentido. ¿Cuál? En eso ya no es tan clara la letra de Zubiri, aunque el asunto continúe igual de borroso.
Al final, queda el remedio (o mejor dicho: el consuelo), de reconocer que a falta de un sentido evidente que vincule ambos términos, historia y voluntad, podemos declararnos partidarios, sin ninguna limitación, de una cierta forma de estar en la historia. Lo cual no resuelve nada, pero nos devuelve el beneficio de la estética como moral necesaria. Es muy posible que todo se resuma en el mismo enunciado: el mundo, la realidad, la sociedad, la historia... son, ante todo, una cuestión de formas.