Hay ciudades muy vivas que imponen al viajero la potestad soberana de su latir cotidiano, y hay ciudades que son como inmensos panteones, donde la piedra y la historia pesan más que el fulgor de los escaparates, el ruido del tráfico o la algazara infantil a la salida de los colegios. Son ciudades mausoleo, testigos sobrecogedores de épocas remotas y perdidas para siempre, un tiempo y un mundo que ya nunca volverán. Ese es su poderoso atractivo, una seducción algo nocturna que poco a poco va erigiéndose en el ánimo del visitante como un lamento antiguo, la canción bella y muy triste que permanece indeleble en el espíritu del lugar aunque la voz que llega a nuestros oídos se haya disipado hace muchos siglos.
Hay ciudades para vivirlas con la vista en el reloj y el calendario, colmadas de emoción por el presente, y hay ciudades como sepulcros: las más bellas y colosales sepulturas del planeta.
Si, además, ha pasado por aquellos reinos el flautista de la leyenda, la evidencia arrasa al aturdido viajero: hay ciudades para vivirlas y otras que están sobre la tierra para celebración (sin misericordia) del triunfo de la muerte. Algo tan humano...