La civilización es el fenómeno, la impotencia el suceso y la desgana el acontecimiento. Tras el avance de milenios compendiados en los libros, acreditados por la memoria sostenida de los pueblos y aprovechados por sucesivas generaciones, sólo unas décadas de impotencia (el suceso) ante las reiteradas y cada vez más frecuentes crisis del sistema han favorecido la desgana (el acontecimiento, lo en verdad importante). Esas mismas generaciones que creían en sí mismas y en el futuro como cláusula obligatoria de su contrato existencial con el entorno que los acogía, no sólo han descreído de ese entorno y sus capacidades sino que se resignan como el campesino desarmado ante el crepúsculo en tiempos de sequía. La impugnación a la totalidad (desgana) no ofrece mayor perspectiva que la noche, mas implica una rencorosa deserción del día y su posibilidad que, en el fondo, consuela a los desposeídos. Llega el tiempo de los visionarios más allá de la tiniebla, donde el vacío es clamor y el horizonte un escenario sujeto con tornillería de saldo.
Es el momento de los charlatanes, los iluminados y los farsantes; los que prometen un mundo más allá de este mundo y, por supuesto, mucho mejor que este mundo, mientras señalan hacia donde habitan dragones y reinan los detritos y las moscas.
Es el momento de los charlatanes, los iluminados y los farsantes; los que prometen un mundo más allá de este mundo y, por supuesto, mucho mejor que este mundo, mientras señalan hacia donde habitan dragones y reinan los detritos y las moscas.
Es el tiempo de la banalidad solemnizada, la sobreactuación y la ridiculez urdida para halagar el temblor adolescente de una sociedad tristemente enrabietada, concienzudamente puerilizada. Es el tiempo de la ignominia y la impostura.
“Quien no tiene mesa puesta, no tiene bandera”, afirma tan pimpolluda, tan llena de sí, la viuda de un premio Nobel bonachón que se fue a una isla porque estaba cansado de la tierra firme. “Cuando vas con la bandera es porque tienes resueltos los problemas básicos”, insiste. Le faltó afirmar, naturalmente, aquello tan socorrido de que “la patria es el último recurso de los canallas”. Cierto: se echaron a faltar declaraciones parecidas de otra gente, mucha gente de influencia, de más influencia incluso, cuando en verdad demostrados canallas envolvieron con inmensa bandera separatista el lodo de décadas de corrupción y expolio en su comunidad autónoma, levantaron el fervor de masas alucinadas, quebraron la concordia cívica y pusieron en gravísimo riesgo la convivencia en toda España. Sin embargo, parece que aquellas banderas y aquella forma de envolverse en ellas no molestaron tanto a la biempensantía naif que escribe el discurso de los tiempos; eran banderas simpáticas, quejicas como ellos, desesperadas como ellos y ellas, sin futuro como ellos, ellas y ellísimas, izadas al viento de la nada como la utopía de puchero vecinal, bizcocho de merienda y escuela gay donde estas gentes han instalado sus anhelos de porvenir. No, definitivamente: aquellas banderas no eran estas banderas.
“Desconfía de quien dice no tener patria”, afirmó un tal Luciano Samosato, de Quíos; “pues tarde o temprano te convencerá de que tu patria verdadera está donde calla su bolsa”. Razón no le faltaba. Yo, por el contrario, me fío de quien, no teniendo nada, o casi nada, afirma con orgullo, tal vez con desaliento, tener una patria. Me fío porque ese mendigo, sin más riqueza que una bandera para abrigarse con ella, sabe quién es y a quién debe ser quien es, y quiénes sus antepasados, cuáles sus hijos y cuál el futuro que quiere para ellos. Me contradice el viejo lema internacionalista: “El proletariado no tiene patria”. Gran verdad. Aunque no deja de ser también gran verdad que el proletariado dejó de existir y de pintar algo en este mural hace tiempo. Ahora los que no tienen patria son el dinero, el poder, el mercado y la codicia. De nuevo verdad: lo de la codicia viene de bastante más antiguo. Sí, desconfía de quien dice no tener patria porque su verdadera patria es el dinero, el poder y el oropel del mercado. A ese monipodio llamarán bondad, y tacharán de impío a quien, por no poseer, sólo posee una lejana patria que no mueve molino.
“Mi patria es el idioma”, dice el escritor laureado por quienes han construido ya su propia patria, pequeña pero opulenta, con sólidos bienes de este mundo, contantes y sonantes. Desconfía igual. Quien no tiene patria bajo sus pies la tiene en un banco de Luxemburgo.
Quien diga su patria exclusiva el idioma, que es bien universal, acabará reduciendo ese mismo idioma a lengua única oficial de una comunidad autónoma compuesta por tres provincias, cuatro a lo sumo, e intentará expulsar a las demás lenguas igual que el polluelo del cuco arroja del nido, que no es suyo, a las crías naturales de la incauta madre que lo mantiene y ceba.
Quien diga su patria exclusiva el idioma, que es bien universal, acabará reduciendo ese mismo idioma a lengua única oficial de una comunidad autónoma compuesta por tres provincias, cuatro a lo sumo, e intentará expulsar a las demás lenguas igual que el polluelo del cuco arroja del nido, que no es suyo, a las crías naturales de la incauta madre que lo mantiene y ceba. Así tal cual han operado los declamadores del magnánimo principio “mi patria es mi idioma”. Y lo que les queda.
Son los tiempos, decía. De banalidad y ridiculez, decía. De ignominia e impostura. Eso también lo decía y por si no lo recuerda el lector, lo repito: ignominia e impostura.
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