La sombra de las banderas

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 Rescatada de una esas raras bibliotecas familiares que continúan vivas después de que el tiempo las haya solemnizado, acogidas al carácter apacible y por momentos deslumbrante de esos libros que van de las estanterías a las manos del lector, y regresan, y cada vez son un poco más viejos y un poco más locuaces, encontré hace semanas un título avasallador: La sombra de las banderas, de Manuel Pombo Angulo (Santander, 1914 – Madrid, 1995).

Se trata de una de esas novelas sobre la guerra civil que, a decir de algún crítico y a pensar de casi todos los escritores actuales, se adscribe al subgénero “cada cual cuenta su batallita”; una clase de narrativa que, a decir de algún crítico y a pensar de casi todos los escritores actuales, fue necesario olvidar para poder hacer verdadera literatura sobre la guerra civil española. ¿Desde la memoria? Ya no. Ahora se escribe desde la memoria histórica, que es un filtro con pretensiones morales donde se pierden los matices de la realidad y la dimensión de la experiencia para construir un relato ejemplarizante sobre buenos y malos. La carcasa de la Historia.

“Hemos cometido atrocidades. Todos…”, dice el protagonista de la novela (pág. 268), cuando tras el triunfo de los ejércitos nacionales se niega a formar parte del tribunal depurador de responsabilidades en el madrileño distrito de La Latina. No quiere ser verdugo. Otra vez, no. Porque no crean que el sujeto en cuestión es un querubín. Ha hecho la guerra, ha estado en los frentes de Madrid, Teruel y Gandesa, y ha matado todo lo que ha podido, a troche y moche. De la guerra no salió escarmentado, sino más bien cabreado y bastante franquista. Eso sí, una cosa es combatir en el frente, contra soldados, y otra cosa es la falta de gallardía, la rumia de venganzas y saciarse con la sangre del maniatado. Por más motivos que tenga –los tiene -, para vengarse, renuncia a la borrachera del odio. “¿Vamos a jugar otra vez a la muerte?” –lamenta -. “La muerte no es un juego. Para mí, eso ya ha acabado”.
 
Se lo comentaba hace un par de días a amadísima persona: Leer esta novela es pensar en Foxá si Foxá hubiese tenido sangre en las venas en vez de melancolías de aristócrata y versos modernistas; en Gironella si Gironella hubiese sido un gran escritor; en Ángel María de Lera si no hubiera sido un hombre tan frío y, en el fondo, apocado. Pensar en La sombra de las banderas y en la actual literatura que se hace sobre la guerra civil (española), es comparar a Buñuel con Almodóvar, a Ava Gardner con Penélope Cruz, a María Antonia Iglesias con María Zambrano… son otros tiempos, claro. Y otro nivel.
Desgarrada, brillante, intensa, en perpetuo conflicto ético consigo misma, como cumpliendo condena por haber ganado y haber perdido, La sombra de las banderas se me acaba de revelar como la lectura más desasosegante y por supuesto apasionante en lo que va de año. Como si el autor lo hubiera previsto en un párrafo de especial y exquisita crueldad. “Era una guerra total, fratricida, sin Caín y Abel porque ya no existían la bondad y la maldad, todos creían en el Paraíso y todos estaban decididos a destruir el Paraíso del enemigo”. O algo semejante, porque acabo de citar de memoria. Histórica, por supuesto.

 

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