Ha dicho Benedicto XVI en Ratisbona -histórico, adecuado marco para declaraciones de empaque -, que el ateísmo contemporáneo funda sus motivos en el miedo a Dios. Y no le falta razón al Papa de Roma, que para eso tiene el cargazo que tiene. Opinar con fundamento sobre cosas importantes es parte de su trabajo, y no lo hace mal.
Servidor, sin ir más lejos, se hizo ateo por miedo a Dios. Más que miedo, terror, espanto de aquel Dios fulminador ante el que me enseñaron a postrarme en la ensotanada escuela de mi infancia. Un Dios de criterio incierto pero siempre temible, capaz de arrepentirse por haber creado a la humanidad, titularse Diluvio y ahogar a sus hijos. ¿Puede Dios sentir arrepentimiento de sus propios actos? Como para fiarse de él. Pero lo dice la Biblia, bien claro; con las mismas palabras lo resumía el catecismo donde yo memorizaba los dogmas de aquella religión de pecado y penitencia, dolor y lamentación, culpa y martirio. Una religión funeraria, con el riesgo no improbable de pasar la eternidad como pollo en un rustidor, vuelta que vuelta sin parar en jamás de los jamases. Ante esa espeluznante perspectiva sólo quedaban dos opciones: la santidad o el ateísmo. Como mi tendencia devota era bastante menguada, abracé la descreencia en el otro mundo para alcanzar un poco de sosiego en este. Y me sucedió como a don Pablos, pues fuéme peor ya que había mudado de lugar -metafóricamente hablando -, pero no de costumbres. Para colmo, al cabo de unos años la Iglesia reinventó el mensaje bíblico. Me encendía de indignación al contemplar los libros religiosos que mis hermanas estudiaban en el colegio. El Dios de la ira y el Redentor coronado de espinas, macerado a golpes y supliciado en la cruz habían sido sustituidos por otros personajes: un bondadoso anciano que compuso el mundo en puro acto de filantropía y un campechano colega de pelo largo, sin sangre en el rostro ni llagas en el costado, que incitaba a amar en tanto los creyentes correteaban por campos de amapolas, bajo la luz milagrosa del divino arco iris.
Pardiez, aquello fue un golpe bajo, una puñalada trapera. Un sindiós, por decirlo claramente. Así no había forma de creer. No solo Yaveh resultaba imprevisible en sus desmanes sino que los mismos hermeneutas de la santa palabra, aquellos mismos curas que otrora predicasen el sufrimiento y el bien morir como virtud suprema de la existencia, irrumpían en la senda de la confusión con sus libros de cielos límpidos, trigales dorados y risueñas bendiciones, algunas tan pintorescas como aquella inefable de “Dios es tu amigo y te quiere”. ¡Qué amigo ni qué garambainas! El Dios que a mí me presentaron y que estuvo vigilándome durante toda la infancia, sin bajar la ceja, sólo era amigo de su infinita, implacable justicia; a quienes creían ser sus amigos les preparaba encerronas como la de Abraham e Isaac, o los convertía en sanguinarios ejecutores de sus designios, tal cual el caso de Moisés, quien nada más bajar del Sinaí con unas tablas en las que estaban escritos a fuego los Diez Mandamientos, ordenó degollar a miles de los suyos por haber adorado al becerro de oro, sin reparar en lo dispuesto por el artículo quinto de aquellas leyes que el abnegado profeta se pasaba por el sobaco (hay múltiples testimonios gráficos sobre esto último). Y para qué seguir…
Sí, venerado Padre, está usted en lo cierto. Hay mucho ateo por miedo a Dios. Aunque peor es el miedo a los hombres que creen en Dios y vagan su doctrina de Roma a la Ceca y del infierno a la Meca. No hay manera de saber qué es lo que quieren y, exactamente, en qué quieren que creamos. Al final, ya se sabe: crea el que pueda, que yo soy ignorante. Doctores tiene la Iglesia que sabrán confundiros.
También en La Opinón de Granada - 15/02/09 - Del caño al coro - 15/02/2009