Los auténticos españoles

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Habiéndome robado el albedrío un sindiós de, en Sevilla, tanto frío, y ya recobrados la quietud y el seso, volvía de Canarias... en un vuelo barato de esos.

El sobrecargo de la tripulación, compañero de trabajo de mi dulce compañera de la vida, más o menos a la altura de la novena fosa atlántica nos contó la siguiente anécdota, presenciada unos días antes: un viajero catalán se dirige a otro vasco y le indica –en el idioma de Joan Maragall, por supuesto– no se sabe qué inconveniente sobre la ocupación de asientos asignados a cada uno. El vasco, algo molesto, le responde que no entiende ni papa, que le hable en castellano o no hay debate posible. El catalán insiste en recurrir a la vernácula y espeta una de las frases favoritas de Gaudí: “No parlo castellá perquè no em surt dels collons”.

El vasco, llegados a tal punto, insulta fieramente a su rival en términos intraducibles, puesto que usó vociferante la lengua ancestral de Sabino Arana, según se pronuncia en la comarca de Zumárraga. Al final, lo previsible. Acabaron a mamporros y la Guardia Civil tuvo que subir al avión para zanjar el incidente y meter en vereda a los belicosos periféricos, los cuales, a todas luces, se habían comportado como auténticos españoles. De los que ya no quedan. Dice mi amigo Miguel Ángel Cáliz que los únicos, auténticos españoles que quedan son los nacionalistas. Según su sensata teoría, todos aquellos rasgos de la arcana e indomable, obcecada, hirsuta Iberia, se congregan ejemplarmente en el erre que erre cultural y consuetudinario de estas gentes uncidas por la virtud de ser siempre iguales a sí mismas.

La reivindicación obsesiva de su identidad, el tenaz anclaje en el ideario atávico de pueblos sobrevivientes en lo más oscuro de la Historia, la manía de llevarse a morir con el vecino, el orgullo tribal a flor de piel y los rencores ciegos de malas venganzas –cuida que no te alcancen–; el arcabuzazo, la puñalada trapera, el emboscado montaraz que aguarda garrote en mano el paso de los comerciantes de Castilla, son elementos éticos y sobre todo estéticos que se encarnan hoy, transmutados en moderna fábula política y farragoso cliché cultural, en los dinámicos nacionalismos hispanos; o peninsulares, no se ofenda nadie por sentirse catalogado en ámbitos de la hispanidad. ¿Los demás españoles? De todo hay, desde luego, pero dice Miguel Ángel que lo son de nombre, de DNI, en todo caso de vocación no muy clara, como esas personas que llevan en el coche una pegatina patriótica tan pinturera como “Ser español un orgullo. Ser andaluz, un privilegio”.

Nadie se define ya español a secas porque dicha temeridad abocaría al incauto a comportamientos radicalmente previsibles de estacazo y tentetieso. “Europeos difusos entre la tortilla de patatas y su estatuto de autonomía”, así los define el apacible, reposado editor. Bueno, no les he aclarado que Miguel Ángel Cáliz, entre otras ocupaciones, es editor de libros. Ni falta que hacía. Lo que interesa es que en este asunto lleva más razón que doce apóstoles. Se preguntarán porqué. Se lo digo inmediatamente: porque es mi amigo y mis amigos no se equivocan nunca.

Si mi convicción les parece un poco irracional, he de alegarles que, joder... uno no puede dejar de ser español de la noche a la mañana, ni que lo mande el cura párroco ni que lo firme el rey de bastos. Lo único que me diferencia de los nacionalistas es que suelo comportarme mansuno, más bien tiritón de pura ginda, cuando subo a los aviones. Está claro que si Dios hubiese querido que los españoles volasen, los habría creado con alas.

También en La Opinión de Granada (01/02/2009) y Del caño al coro (02/02/2009)

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