La editorial Octaedro (Barcelona, 2008) acaba de publicar la obra poética de Manuel Ruiz Amezcua, "Una verdad extraña", recopilatorio que abarca la producción del autor desde 1974 a 2005. El sólido volumen comienza con un prólogo de Antonio Muñoz Molina y contiene a modo de epílogo un estudio de José Francisco Ruiz Casanova.
Lo primero que llama la atención de esta empresa es, desde luego, el hecho casi insólito de que una editorial se atreva a presentar en el panorama literario (es decir, el mercado), un grueso volumen de obras completas de poesía. Habida cuenta de cómo está el patio, la común afición por el género y lo sin duda trabajoso y costoso de la publicación, es de agradecer este compromiso de Octaedro con un libro de poesía que, a buen seguro, tendrá que resistir largo tiempo en los anaqueles de las librerías hasta que un paciente goteo de lectores comience a mermar la edición. Por otra parte, publicar a un poeta como Manuel Ruiz Amezcua, y hacerlo con el cuidadoso esmero de este volumen, representa un alentador acto de confianza en la poesía como vehículo para las ideas y las emociones en unos tiempos que poco a poco, aunque por desgracia inexorablemente, van desterrando el albertiano "ascender a más profundo" para buscar sus cuarteles de invierno en la inanidad cotidiana de los mundos pequeños y las vidas pequeñas del buen ciudadano, muy preocupado por el euríbor y totalmente rendido a la estética más o menos fina del gusto oficial, parnasuelo donde las agentes literarias son emperatrices, el rey nunca va desnudo y el tuerto se conforma con ser marqués.
En este sentido, Manuel Ruiz Amezcua es un autor -por fortuna aún quedan algunos -, del todo atípico. Tal como señala Antonio Muñoz Molina en el prólogo de esta obra, la fundamental característica que nos sorprende en él es su completa invulnerabilidad a las modas, tendencias y "temas" que marcan el pulso, de por sí exánime, de la poesía española contemporánea. Hay en cada uno de los libros incluidos en estas obras completas un espíritu de resistencia que los recorre en último y firme llamado a la poesía como posibilidad y necesidad, esto es, lo inevitable de transcender la mirada quieta, conforme, de cámara fija que tanto seduce a la mayoría de los poetas de hoy, para acudir al gran arte de la rebeldía intelectual, esa inquietud del hombre sensible hacia el espíritu que según Thoman Mann es el único camino razonable hacia el propósito más elevado del ser humano: la belleza. Tal que así, pareciera que Manuel Ruiz Amezcua estuviera convencido y empeñado en hacer poesía sin concesiones al gusto del común ni más compromiso que los propios límites de la búsqueda marcados por su acercamiento "al misterio", ese enigma que según García Lorca todos reconocen y nadie sabe explicar. No es la suya por tanto una actitud elitista -paradójicamente, las ínfulas de elitismo se han desplazado del rigor conceptual al glamour de la lista de más vendidos -; pues en la medida en que Ruiz Amezcua se aproxima a lo universal de los mitos,obsesiones e inquietudes de lo humano, su obra adquiere dimensión próxima al sentir compartido por todos. Cosa distinta es que la inclinación del mercado se afane en desviar la atención de esas inquietudes, tan complejas y en el fondo imposibles de resolver, hacia figuras más simples, una estética de "lo popular" que excluye la reflexión arriesgada sobre el fondo de las cosas y "el más allá de las cosas" para constreñir el pensamiento en parámetros objetivables que bien podrían, incluso, figurar en la declaración de principios y programa electoral de cualquier partido. Por decirlo con ejemplos, que es la mejor forma de hacerse entender: la poesía de Ruiz Amezcua gira en torno su personal indagación de la vida, la realidad y sus formas ambíguas, los símbolos de la cultura como representación de la impotencia humana ante la potestad avasalladora de lo no manifestado (no es éste asunto baladí, Schopenhauer sólo intuía una forma de escapar al desconcierto del noúmeno: el suicidio, aunque no nos pongamos tan dramáticos); el amor en su dimensión desbordada hacia lo suprasensible, la soledad como forma de compartir la experiencia de cuanto existe, el dolor que toda conquista personal lleva aparejado, la inconformidad ante la satisfecha complacencia de la cultura de consumo, la violencia, la muerte... estos son los temas que interesan al autor de "Una extraña verdad". Del otro lado encontramos el universo poético que nunca llegó a seducirle y que alimenta la épica domiciliaria de la obviedad: lo duro que resulta levantarse los lunes para ir al tajo, lo jodido que es un divorcio, lo bonitas y en el fondo misteriosas que son las tardes de lluvia y el impresionante acto de renunciación que entraña el gesto, asombroso, de subirse al autobús para dejar atrás a la amada, la cual es cajera en El Corte Inglés o bibliotecaria en la Cámara de Comercio, nobilísimos empleos ambos. Quien dice autobús dice un coche de punto, comúnmente llamado taxi.
Y es por estas razones por las que Manuel Ruiz Amezcua no tiene fácil ser un autor de masas al día presente. Aunque esa parece ser la última de sus preocupaciones porque, ya se dijo, su compromiso no es con el fulgor de las listas de éxitos, la coba institucional o el famoseo divino de los uncidos santificados por la cultura de miembros y miembras. Su pasión, la única de la que tengo noticia, es la poesía como vínculo irrenunciable entre el ser, el conocimiento y el sentimiento, única forma de autoexigencia -si quieren llámenlo ambición -, que hace grande de verdad a un poeta. Única recompensa para él y sus lectores. Único y definitivo agradecimiento que debemos a su voz.