El juez guarrillo

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Lo peor que le puede pasar a un juez no es que se le escurra entre los manos y mantenga en libertad a un pederasta que debería estar en prisión, y el desalmado, en pleno goce de su impunidad, acabe asesinando a una menor tras haberla sometido a abusos sexuales. Eso cuesta 1.500 euros según el altísimo criterio del Consejo General del Poder Judicial. No pasa nada porque el juez siempre tendrá alguna cabeza de turco en quien descargar sus responsabilidades: la funcionaria que tramitaba el expediente y estaba de baja, el fiscal que no cumplió sus obligaciones de seguimiento de la condena, la secretaria del juzgado que no le advirtió a tiempo. Un juez, por lo general y salvo excepciones, es un señor que quiere la autoridad pero no acepta nunca la responsabilidad en el ejercicio de las muchas prerrogativas que su cargo lleva aparejadas. Desde que en 1992 un juez otorgó permiso penitenciario a un pederasta convicto, en contra del criterio de la fiscalía, de la dirección del centro donde la mala bestia se encontraba a recaudo y del psicólogo encargado de su seguimiento, y ese criminal violó, torturó y asesinó a la niña Olga Sangrador, de nueve años, está más que claro el asunto. ¿Saben ustedes cómo se depuraron las responsabilidades de aquel juez? Ascendiéndolo, precisamente, a vocal del Consejo. El Estado, años más tarde, solventó la reclamación de los padres de la víctima con este argumento: un juez obró legítimamente, tomó una decisión acorde a derecho, se equivocó, eso no lo negamos, pero qué se le va a hacer: ustedes se quedan sin hija, se joden y el Estado no les suelta un duro de indemnización. Así funciona este negocio.

Lo peor que le puede pasar a un juez es que no pueda descargar sus responsabilidades en nadie, ni en fiscales ni en funcionarios ni en el Estado. Entonces, ahí palma. Es el caso del célebre titular del juzgado de lo social n.º 3 de Toledo, expedientado por guarro. El órgano de gobierno de los jueces quiere imponerle una multa de 7.500 euros porque durante años ha martirizado a los trabajadores de su juzgado con una insoportable halitosis, reiterado y habitual hedor corporal, falta de limpieza en ropas y aseo, hurgarse de manera indecorosa en los pies, oídos o nariz, orinar en los lavabos del despacho con la puerta abierta mientras continuaba dictando resoluciones al sufrido funcionario encargado de mecanografiarlas... la situación llegó a tal extremo que una funcionaria decidió colocarse un fular en la boca y nariz para mitigar la pestilencia; otra se vio obligada a salir del despacho para vomitar fuera, debido a la repulsión que le producía aquel ambiente y comportamiento de Su Señoría. Algunos trabajadores de la oficina judicial se encuentran en tratamiento psiquiátrico. O sea, que los volvía locos con sus extravagancias, entre las que el informe sancionador del Consejo cita, a modo de ejemplo, enviar a un funcionario a hacerle la compra, concretamente una docena de huevos. Está claro que ninguno de los afectados por la grosería de este caballero le ha acusado de ventosear a su libre albedrío porque, fíjense en el detalle, de un pedo siempre puede uno excusarse. El toledano juez le habría echado las culpas al secretario, y el Consejo General del Poder Judicial le habría creído.

Entre 1.500 euros por dejar libre como el viento a un (presunto) asesino y 7.500 por ser un tío cochino hay una diferencia nada desdeñable, oigan, 6.000 eurazos. Una diferencia casi tan grande como la que existe entre el impecable estilo administrativo de una sentencia y la obligación de hacerla cumplir; una distancia tan inmensa como la que existe entre la justicia que da a cada cual lo suyo y una justicia que dicta sus resoluciones desde el urinario, mientras se hurga la nariz.

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