Garzón el fosario

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Mira por donde, el furor arqueológico del juez Garzón coincide con lo peor de la crisis económica, el final del verano, la reentrada del curso político y el comienzo de una singladura en el congreso de los diputados que no se prevé dulce para el gobierno. El paro alcanza el 11%, los bancos tiemblan ante la caída del ladrillo y, sobre todo, la solvencia de los hipotecados. Los albañiles emigran a la vendimia francesa. Se acabó la fiesta. La jovial, despreocupada, megaprogre y, por supuesto, gay de lo más guay España zapateril, se cimentaba sobre la especulación, el pelotazo y el endeudamiento brutal de los pringados (con perdón, quería decir los ciudadanos). El rutilante escenario arco iris se viene abajo. Queda la realidad. O el gobierno empieza a tomarse en serio los asuntos serios, o ya se sabe: el último en salir que apague la luz. Pero no hay cuitas. El empecinamiento de la progresía biempensante española por mantener el pulso de la nación a base de ideología, no conoce el desaliento. El intento de Garzón por iniciar un proceso por genocidio contra el franquismo no es que sea legalmente inviable (que lo es), procesalmente absurdo (que también lo es), o particularmente sectario, ridículo y arbitrario. Es, ante todo, oportunista. De un oportunismo cruel que remueve cenizas y sentimientos que todos los españoles, de todos los bandos, habíamos intentado superar en aras de intereses superiores, la convivencia el primero de ellos. No se trata de olvidar (o de perdonar), sino de ser inteligentes, razonables, humanos: más humanos que la fosa común. Que cada cual aguante su conciencia y que la Historia ponga a cada uno en su sitio. Lo de Garzón no es memoria ni es Historia ni es justicia. Es pirotecnia sectaria para necrófilos sin criterio. Al pueblo, pan y circo. Si lo del pan no está claro, el juez reinventa el dicho: circo y muertos: cuantos más, mejor. ¿No tiene otras causas justas, mucho más más urgentes, que defender este Robin de la Moncloa?

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