Violencia, ¿de género?

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A 28 de noviembre eran setenta las mujeres asesinadas en España, en 2007, por sus parejas. Más que nunca y suma y sigue.

Nunca hubo una legislación más agresiva sobre este asunto espeluznante de los maltratos a la mujer; tan rotundas leyes que se saltan a la torera unos cuantos principios jurídicos, entre ellos el de presunción de inocencia. Nunca los tribunales de justicia estuvieron tan obligados a favorecer a la mujeres, por el hecho de serlo, ante cualquier situación contenciosa, tanto en el ámbito familiar como laboral. Nunca hubo tanta presión social, tanta información, tanta concienciación, tanta educación desde la escuela sobre la igualdad y el respeto. Y nunca los resultados fueron tan desoladores.

Lo decía, años atrás, un veterano comisario de policía en uno de esos programas televisivos donde se reune a cuatro o cinco expertos para debatir una cuestión de actualidad: "No las matan porque sean mujeres, sino porque en una sociedad tan violenta como ésta en la que vivimos siempre pagan los más débiles".

¿Violencia de género? ¿Violencia machista? No me parece que esté ahí el meollo de la cuestión. Mientras que las híspidas feministas y las despistadas instituciones encargadas de contabilizar víctimas continúen criminalizando al varón, señalándolo inquisitoriales como principio y fin de la plaga, sin evidenciar los resortes de injusticia y alienación que significan a nuestro entorno cotidiano como venero inagotable de brutalidad, las cifras seguirán subiendo y el problema pudriéndose sin arreglo posible.

Suben las cifras de maltrato y asesinato de mujeres, en efecto, como se disparan la violencia contra los niños, los abusos y la explotación sexual, la pedofilia y la pornografía infantil (Internet es un estómago que digestiona toda la basura que le echen); e igualmente cabalgan imparables los porcentajes de criminalidad común, la de toda la vida, desde el artesano butrón o el atraco a la gasolinera, recortada en mano, a los sofisticados métodos del ladrillazo y la fina corrupción estilo Totana, por poner un ejemplo que no pase por Alhaurín. Todo vale, todos tenemos derecho a alcanzar la perfecta felicidad del imbécil egoísta: dinero, poder y sexo. A quien se interponga en tan fabuloso proyecto, mulé.

Ya verán ustedes cómo dentro de un par de años, en cuanto El Solitario sea juzgado y disfrute su primer permiso penitenciario, las TVs y otros corrillos lo convierten en nuevo paradigma de héroe mediático. Aunque no parece que esto último tenga mucho que ver con la violencia de género. Pues mire usted, desde cierto punto de vista, en efecto, no viene a colación. Pero desde otro punto de vista, igualmente cierto, todo concuerda. La violencia de género no es la enfermedad, es el síntoma; uno de los más indeseables de esta dolencia colectiva, la mortífera epidemia de embrutecimiento que padecemos desde que la trinidad dinero-poder-sexo gobierna la conciencia humana. Cuanto más avanza la civilización, más estragos causa este dios caníbal cuya garganta nunca se sacia de la sangre de sus hijos.

En semejante materia, y a estas alturas, hay que declararse ateo y apostatar con urgencia. Porque todos somos iguales pero no todos somos lo mismo.

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