Escuelas del odio

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Parece ser que el sepulcro de Jesucristo no existe porque ascendió en cuerpo y alma a los cielos, y el de Muhammad tampoco porque los fanáticos wahabíes destrozaron su sepultura para combatir la idolatría, un pecado horrendo en el ideario islámico. La subida de Jesús al reino de lo eterno es materia discutible, de fe más o menos; la destrucción de la cárcava del Profeta es un hecho históricamente documentado. Desapareció la tumba, pero no la secta implacable que decidió arrasarla.

Es la misma creencia wahabí en cuyas publicaciones ha invertido el gobierno de Arabia Saudí, durante los últimos diez años, tres mil millones de euros, priorizando a esta facción acérrima y aguerrida del islam frente a otras corrientes más moderadas o, como es de esperar en gente religiosa, inclinada a la oración y la meditación en vez de enronquecer predicando la guerra santa.

Editoriales, escuelas islámicas, mezquitas, universidades... la caudalosa aportación de los jeques del petróleo al enquistamiento en Europa del islam más agresivo resulta espectacular. Que Arabia Saudí es un régimen feudal donde las nociones más elementales de democracia y derechos humanos significan tanto como cantar La Marsellesa en el entierro de un loro es algo que todo el mundo sabe. Una realidad no tan confesable, sin embargo, es conocida por todos los gobiernos del mundo: el régimen del rey Abdulá con una mano saluda a sus aliados americanos, ingleses y de donde haga falta, y con otra financian galanamente a los extremistas islámicos, quienes defienden en sus escritos y enseñan en sus escuelas que las mujeres adúlteras deben ser lapidadas, los homosexuales ahorcados, los apóstatas decapitados y los infieles que desoigan la predicación de su fe, exterminados.

Los wahabíes han sido los grandes beneficiados por esta política de encomendarse a Dios y a Bush, pero no los únicos. Hace cuatro años se inauguró en Granada la mezquita mayor, financiada en gran medida por Arabia Saudí aunque proyectada y administrada, tanto material como espiritualmente, por la oscura secta morabitun, una comunidad impenetrable cuyo jefe supremo es escocés y en cuyas escuelas -vaya usted a saber porqué, o peor aún, póngase usted a recelar -, se imparte educación bilingüe: en inglés y en alemán. La próxima iniciativa de estos celosos y crípticos musulmanes es una universidad euroislámica. Nadie ignora que en esas futuras aulas se seguirá instruyendo a los jóvenes islamitas sobre las múltiples maneras, sutiles o estruendosas, en que puede dinamitarse la civilización occidental, a mayor gloria del integrismo coránico. Cierto, todo el mundo lo sabe, pero ya verán ustedes cómo el día en que tal universidad se inaugure, junto a una aparatosa representación diplomática del mundo árabe saldrán en la foto muy selectos y curtidos políticos locales y autonómicos, ávidos de cámara, metiendo el codo y abrazando a las farolas tras cada discurso sobre la convivencia entre culturas, el entendimiento fraterno de civilizaciones y demás alharacas biempensantes a las que en mi tierra, por lo general y en términos populares, llamamos gavinas de cochero.

Es lo que hay. Los apocalípticos islamitas planifican la conquista (reconquista dicen ellos), de Al Andalus mientras que nuestras fuerzas vivas gimen de autocomplacencia y se recrean maravillados en la minucia del pespunte cívico. Lo que no es compasión es solidaridad, y en nombre de ambas virtudes acabarán por ponernos a todos mirando hacia La Meca.

Perdón, quería decir mirando para Pamplona.



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