No somos nada. Somos una histérica algarabía edificada sobre los escombros de nuestro ser social ("yo y mi circunstancia", que diría Gasset), sin reparar en que esa circunstancia es una tienda de todo a cien, un bazar chino, un mercadillo de los jueves, quincalla de marcas "fusiladas" y menaje de segunda mano. Una colección de kiosco, por entregas, de valiosísimas bagatelas.
Somos gente con raíces, aunque nuestras raíces hundan su rizoma en los sótanos de la fruslería. El espíritu de los tiempos nos aboca a ser, con insoportable urgencia, algo fácilmente identificable en el gran baldío de las mentiras y simplezas que a fuerza de repetirse se convierten en verdades incontrovertibles, de una trascendencia capital. Hay que ser de izquierdas o de derechas, hay que estar con el gobierno o con la oposición, con los nacionalistas o con los españolistas del fondo sur, con las feministas o con los maltratadores de mujeres; hay que ser meapilas de rosario y sacristía o anticlerical furibundo, clamar por el crucifijo presidiendo las aulas o aplaudir con entusiasmo la nueva FEN para la ciudadanía; hay que ser del Madrid o del Barça, xenófobo y racista o solidario melifluo de los que hacen bandera con el velo islámico; hay que escupir "que se jodan, haberse quedado en su país", a los cadáveres flotantes tras el naufragio de las pateras o pedir nacionalidad inmediata para quienes consigan llegar nadando a nuestras costas; hay que odiar a Zapatero o endiosarlo como el nuevo redentor de los males seculares de la patria; hay que aborrecer a Rajoy como la quintaesencia del reaccionarismo o confiar ilusionados en que arregle esto "en dos patadas"; hay que volver a ganar cada día una guerra civil que sucedió hace setenta años o enmendar la Historia y declarar nulo el resultado del combate, por decreto ley; hay que desenterrar santos mártires fusilados por la chusma roja o remover las cunetas de las carreteras en busca de huesos y otros despojos que demuestren la maldad de los militares enemigos del pueblo; hay que reivindicar minuto a minuto los logros del franquismo o justificar cada gansada "reparadora" que se le ocurra a cualquier analfabeto indocumentado porque dicho franquismo sigue vivo, según cuentan. Hay que ser de algo, ciegamente, obsesivamente, con anteojeras de burro, y marchar incombustibles ahítos de nuestra propia identidad, que es un repertorio insufrible de paparruchas en el que se asfixia sin remedio la última candela del espíritu, nuestra última posibilidad de ser individuos libres y dueños de exclusivo, inalienable criterio.
No lo hay, me refiero al criterio. Hay ideología (en mis tiempos se la llamaba "falsa conciencia"). Hay imaginarios comunes, fabulación histórica, mitos, leyendas, alharacas mediáticas. Hay himnos para todos los gustos, con la exquisita agudeza de que el único que no tiene letra es el de la nación. Cada cual pone la letra que quiere y apetece en este zumbar de abejorros.
Somos algo cuando somos muchos, pero nadie es por sí. La pertenencia gregaria se impone al único ser posible, que es el individual. Nos complacemos en el disturbio múltiple de personalidad: "Como católico estoy preocupado, como socialista indignado, como republicano me alegro, como constitucionalista me inquietan las faltas de respeto a la corona y como español del siglo XXI que soy, me solidarizo con la legítima causa de los independentistas", respondió el alcalde de Matallana de Membibrales cuando le preguntaron sobre la actual situación de España. De verdad, estoy convencido, somos tantas cosas que hemos conseguido la perfección tumultuaria: no ser nada.
Y el euribor subiendo. Alguien se frota las manos. Un alguien que se conoce a sí mismo desde hace mucho, sabe quién es y está encantado de ser quien es. Ése la está gozando en el tiovivo.