Patética España

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Patética es la imagen exterior de España, la nula potenciación de lo español, la despreocupación de si se habla la lengua más allá de Barcelona o San Sebastián, la difusión de nuestro idioma no como una cosa de “hispanos”, sino como algo intrínsecamente unido a Europa y a su historia. Lamentable ha sido siempre la actuación de todos los gobiernos, década tras década, minusvalorando nuestro aporte a la cultura mundial, ignorándolo u ocultándolo. ¿Cuántos escolares de ahora saben, por ejemplo, que al igual que aventureros españoles descubrieron América, fueron también españoles quienes visitaron por vez primera la gran mayoría de archipiélagos del océano Pacífico? ¿Quién se ha preocupado de potenciar el español como lengua de alta cultura, y propia, en Nuevo México, California, Luisiana… y no como poco más que argot de chicanos? ¿A qué se espera para crear un Instituto Cervantes en las islas Marianas, donde los indígenas aún se saludan con un “Buenos días”? ¿Por qué no hay más hincapié en convertir Guinea Ecuatorial en un país verdaderamente de cultura hispánica y, desde ahí, extendernos a otros Estados cercanos como Camerún o Gabón, y conseguir una presencia respetable en el África negra? ¿Por qué el gobierno español no se indigna cuando se entera de que en 2007 Teodoro Obiang Nguema ha oficializado el portugués (¡la tercera ya!, además del francés y al español)? Muchas preguntas cuya respuesta será tan sólo un encogerse de hombros en las mentes preclaras de las administraciones.

Hace casi diez años, la editorial valenciana Llambert Palmart comenzó a tener contacto con los organismos españoles radicados en Manila. El objetivo era publicar obras de autores en lengua española de los países periféricos de la Hispanidad (Guinea Ecuatorial, Israel, el Sáhara, Filipinas…). Se logró sacar la novela La carga de Juan Tomás Ávila Laurel, nacido en la diminuta isla de Annobón, y asimismo Llorarás por Sefarad, de Salvador Santa Puche, escritor bilingüe en español y en judeo-español. Sin embargo, los intentos por contactar con filipinos fueron imposibles. Hubo varias conversaciones telefónicas, y me limitaré a transcribir las palabras que me dijo un funcionario de Cultura, del Estado español, en las lejanas islas orientales. La primera frase fue para caerse de espaldas: “Sí, hay alguna publicación en español, pero no tenemos las direcciones”. La segunda, la puntilla: “Según una encuesta que ha hecho ahora el gobierno filipino, hay un millón de hablantes de español, pero no sabemos dónde está”. ¿Qué cultura española se estaba potenciando? ¿La de los actos tontos? ¿La “vida internacional” de lujo y exotismo con la que soñaba aquel diplomático del emperador Haile Selassie? Éste era, en 1998, el panorama.

En España, me da la impresión, hay una querencia especial hacia aquellos países dejados de la mano de Madrid, y que, sin embargo, persisten en su atracción hacia esta península europea. El hecho de concederles la nacionalidad a los dos años de residencia también dice mucho de ese cariño. Alguien en España te dice que es ecuatoguineano, filipino o saharaui, y caen todas las barreras.

Ahora, Filipinas desearía oficializar de nuevo el español, la lengua en la que José Rizal dio obras magistrales al acervo común de la cultura en nuestra vieja variedad románica, en nuestro modernísimo latín. Seríamos de todo menos listos si no enviásemos profesores, becáramos a estudiantes, diésemos premios literarios…, es decir, si no desembarcáramos prestos a un verdadero encuentro de culturas (no la patochada de la alianza de civilizaciones) con aquellos que nos desean, de igual a igual, ansiosos por remendar un nudo deshilachado, ampliando la latinitas más allá de todos los confines.

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