Regina Otaola

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Esa bandera que más quitan que ponen en los ayuntamientos del País Vasco fue para no pocos vascos enseña de la gloria y para otros muchos ha sido su último sudario. Hay una vejación más allá del simbolismo en la perpetua capitidisminución de la bandera de España en pueblos que son y serán España en tanto no se disponga otra cosa con firmas y con formas. Hablamos de una reacción de vesania, de furor de jauría, al contacto ocular con la bicromía del rojo y el amarillo. Es en vano explicar, por ejemplo, que las leyes están para cumplirse. Más allá queda la bandera del País Vasco, que por contraste es una fantasmagoría o -en palabras de Ortega- "abstracción, fantasía y mito". La bandera es ya, en tantos pueblos, signo de una comunión interrumpida entre españoles que -bien se sabe- fueron capaces de más convivencia, cordialidad y voluntad conjunta. El uso del rojo y el amarillo como insulto -a puñados de pintura- muestra un análisis enteco de las cosas cuando incluso una bandera claudicante merecería los honores que recibió en el esquinazo del milenio la bandera portuguesa allá en Macao. Al final, la ley puede ser una militancia en la resistencia y Regina Otaola, alcaldesa de Lizarza, tiene ya su perfil en el frontón de los valientes. Como se sabe, ser valiente está entre las mejores aspiraciones de esta vida pero no es afán de exageración decir que la valentía en el País Vasco puede llevar hasta el martirio. En el PP, el martirologio empieza con Gregorio Ordóñez, si no antes. "Vamos con las escopetas cargadas", "fascista", "perra", "asquerosa": este fue el coro que recibió a la alcaldesa Otaola, en realidad una señora de cincuenta y cinco años que iba a la Misa del domingo en la ermita del pueblo. Como se sabe, el acoso como muerte en vida puede ser un trance de más dolor que la propia muerte porque en la naturaleza humana está la necesidad de un respiradero mínimo de libertad. Sería ingenuidad pensar que la ferocidad independentista de algunos vascos se dirija contra España cuando se dirige en primera instancia contra los propios vascos. Por eso se va quedando limpia esa tierra. La zorrera batasuna de Lizarza dedicó la plaza de su pueblo a un etarra y el mobiliario urbano es un teatro de guerrilla. Sólo una médula de blandura puede hacer que un Estado transija hasta estos términos, hasta ser humillado y pagar -porque se paga- por la humillación. La impunidad se acrecienta con el dinero público y cuenta con todos los sistemas -de la cultura y la educación a la corrupción económica- para una perpetuación a placer. Otaola es alcaldesa porque lo que no se puede transigir es que gobiernen asesinos aun cuando tantos los quisieran para alcaldes. Otaola, mujer sola tras la retirada de las cámaras, con una dignidad que aporta más dignidad a la bandera.

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