Sobre un mantel de luna rasa
acudimos al doméstico campanario de la cucharilla
con la cadencia del torpe aparecido,
casi sonámbulos del todo.
El gesto aún adormilado
concede al ritual del desayuno
una extraña cortesía.
Acercamos el azúcar
como quien presta las llaves de la inmortalidad
y se retoma la saludable costumbre
de comentar los sueños.
Armisticio del pródigo nocturno es
la mirada perdida en el vilo del café humeante.
La miel cae en la cuajada
como un amanecer esparciéndose en la nieve,
láctea clarividencia.
Nada como la tregua del crujido recién hecho,
maravilla del aceite calando.
Deliciosa esta liturgia
en la que nos resistimos
al reclamo del día por delante
mientras Chopin se hace aroma.