TENEMOS UN BUEN REY

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El monarquismo ambiental en España se puede confundir con los cataplasmas de salsa rosa de la televisión pero se parece más a esos consensos tácitos que –para bien o para mal- asumen las sociedades bien comidas. En otras palabras, la redefinición de la Corona no está en la agenda aunque la causa del republicanismo como mito higiénico o como arqueología romántica de vez en cuando despunta en el artículo de un magistrado en excedencia o en una tertulia de profesores de la UNED. He ahí la única proclama capaz de unir los exabruptos de ERC, las acampadas de IU y las bolas de naftalina que persisten aún del viejo régimen, quizás por galvanizar y dar continuidad a un espíritu colectivo a lo Fuenteovejuna. Al tiempo, no pocas veces la Corona está sirviendo de disparadero y no de agarradero ante la zozobra territorial y un malestar que no se puede proyectar a más altura. Los utopismos republicanos se formulan y reformulan en distintas variantes para adaptar el corte a la moda de la estación. En buena parte, en la mitología atribuida al republicanismo conviven exasperaciones sentimentales, píos deseos y programas sin raíz en nuestro ayer o en nuestro hoy, en la experiencia. El debate, en consecuencia, es algo grueso, con el heroísmo cazurro que está en nuestra tradición pero no es lo mejor de nuestra tradición, y –por lo general- con el mismo rigor que la tertulia futbolística en los bares. Puestos a la futurología, tal vez la sola mención de la República debiera dejarnos un temblor de pesadilla porque posiblemente una nueva República iba a oler igual que las dos viejas. Es una manera de teorizar sin molestarse en mirar alrededor: más allá del cauce generoso de la monarquía hispánica o de su repercusión patrimonial y simbólica, he ahí al Rey actual con una efectividad histórica reconocida en todo el mundo, efectividad histórica que aquí dentro sirvió como puerto seguro para la convivencia y la carpintería del Estado en tiempos más convulsos. Los años le han concedido, aquí y allá, un valor moral de referencia, que en la realidad se conjuga muy significadamente con el próspero desarrollo general de las monarquías parlamentarias. Es posible que el arraigo de la institución monárquica, más allá de desahogos momentáneos, sea de las pocas sabidurías que nos quedan en una legislatura de tensión innecesaria. Por supuesto, al Rey le gusta cazar pero si los reyes españoles no cazaran, nos hubiéramos ahorrado unos cuantos cuadros de Velázquez. Tenemos un buen Rey.

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