Maupassant, entre la luz y la tiniebla

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 Con seis novelas, más de 300 cuentos y centenas de crónicas, Guy de Maupassant (1850-1893) logró responder con creces a las esperanzas de su protector y padre putativo, el gran novelista Gustave Flaubert. El autor de Madame Bovary consideraba a Guy casi como un hijo adoptivo, pues su madre Laura fue amiga de infancia y juventud y hermana de uno de sus mejores afectos, el malogrado escritor Alfred Le Poittevin, fallecido a los 32 años.

     Originarios ambos de la Normandía profunda, una tradicional tierra francesa regada por las aguas del Sena en su camino hacia la desembocadura, en el llamado canal de la Mancha, Flaubert y Maupassant lograron plasmar con maestría la vida tradicional de la provincia materna, así como los ajetreos de la vida parisina en tiempos de grandes cambios económicos, políticos y sociales, sin dejar, por supuesto, de lado lo fantástico, lo histórico y lo tétrico.

     « Entré a la vida literaria como un meteoro,  y saldré con el estruendo de un rayo », escribió Maupassant, apuesto y vigoroso joven que amaba el canotaje en las aguas del Sena, las mujeres, el vino y los burdeles y sufrió a lo largo de su corta vida los estragos de la sífilis, que contrajo al parecer en 1876 a los 21 años, y de la locura, que acechó con frecuencia a su familia. Hijo de madre neurasténica varias veces internada y con un hermano, Hervé, a quien tuvo que ingresar a un hospital siquiátrico y que murió poco antes que él, paralizado, no fue extraño que Maupassant terminara sus días convertido en un guiñapo humano el 6 de julio de 1893,  en la mítica clínica del doctor Blanche, situada en el barrio parisino de Passy, a donde fue llevado tras un intento de suicidio.

     Nació el 5 de agosto de 1850 en el castillo de Miromesnil, cerca de Dieppe, en una familia de la burguesía provinciana y pronto enfrentó a los 10 años de edad la separación de sus padres, algo raro en esos tiempos, así como la lejanía de un progenitor mujeriego y ambicioso a quien sólo veía de vez en cuando en París. Su infancia transcurrió en diversos lugares de esa región, que tiene entre otras localidades a Fecamp, Etretat, Rouen, Yvetot y Gisors, con frecuencia escenario de sus historias; una tierra cercana al mar, llena de castillos y de ruinas, sitio de prósperas fincas, vacas enormes, quesos, vino y fiestas populares. Y como punto neurálgico de esa zona figuraba Le Havre, el puerto de donde salían los inmigrantes hacia América y a donde llegaban todos los viajeros o regresaban los hijos pródigos antes de recalar en París.

     De París a Le Havre, fue centro de su vida juvenil el río Sena, el mismo que inspiró tantos paisajes a los pintores impresionistas que como Monet, Renoir, Sisley y otros que plasmaron para siempre los crepúsculos encendidos de Argenteuil, los veranos de pesca, las barcazas, el espejeo titilante del agua, la vida cotidiana en pequeños puertos fluviales y agitados malecones. Ligados para bien o para mal a París, las ciudades y pueblos cercanos al río más famoso de Francia están llenos de historias que nadan entre lo más provinciano y lo más cosmopolita, pues sus protagonistas circulan entre la capital y Le Havre, dos vías de escape hacia el mundo, ya sea el de los países lejanos a los que se llega por el mar o el de la imaginación artificial, abigarrada en las calles y buhardillas de la Ciudad Luz, metrópolis que tuvo y tal vez tiene aún la mayor concentración de artistas por metro cuadrado.

    En la adolescencia Maupassant fue recibido indistintamente por Flaubert e incluso con más frecuencia por su amigo el poeta Louis Bouilhet, que murió también joven como el tío Alfred Le Poittevin. Su madre Laura Le Poittevin dijo alguna vez que de no haber muerto Bouilhet, tal vez su hijo se hubiera inclinado hacia la poesía, generadora de súbitas y violentas glorias como las de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine. Ella desde temprano quiso que su hijo realizara la obra literaria de su malogrado hermano y por eso lo conectó con Flaubert, a quien le escribía cartas contándole el crecimineto del niño, sus gracias y sus primeras muestras de talento. El gran maestro vio en Guy el retrato vivo de su amigo de juventud y de viajes, a quien amó con todas fuerzas antes y después de su muerte y añoró a medida que pasaban los años. No fue difícil que adoptara a ese clon del amigo y lo guiara en sus primeros pasos de escritor.

     En casa de Flaubert conoció a Emile Zola, a Ivan Turgeniev, a Joris Karl Huysmans y a los hermanos Goncourt, por lo que desde temprano estuvo ligado a lo más granado del mundo literario parisino del momento. El 8 de mayo de 1880 murió Flaubert y pronto algunos lo consideraron como su heredero literario. Meses antes de morir, el 1 de febrero de 1880, Flaubert había escrito a Maupassant que Bola de sebo es una « obra maestra » y desde entonces se tutearon, compartieron largas horas juntos e incluso el joven lo ayudó a hacer los preparativos para recibir en la casa de Croisset a Alphonse Daudet, a los Goncourt y a Zola, que venían en peregrinación a visitar al gran creador de Madame Bovary.

    Con el espaldarazo filial de un grande como Flaubert y la amistad de los mejores, Maupassant inició una vertiginosa carrera literaria y mundana de sólo una década: publica una tras otra varias colecciones de cuentos como La casa Tellier en (1881), Mademoiselle Fifi (1882), Yvette (1884), Cuentos del día y de la noche (1885), y la extraordinaria novela Bel Ami (1885), el mismo año en que muere Victor Hugo. En 1887, cuando publica El Horla,  viaja a Africa del Norte y comienza a degradarse de manera inquietante su salud; a fines del 1888 va a Argelia y Túnez y ese mismo año muere loco su hermano Hervé.

     Durante esa década de los 80 el joven escritor da lo máximo de sí y se vuelve una celebridad parisina por su presencia en diarios como Gaulois, Gil Blas o en revistas como la Revue Moderne et Naturaliste y la Revue de Deux Mondes, entre otras. Es un gran cronista y desde todos los lugares visitados envía sus trabajos. Va con frecuencia a la Costa Azul, a Antibes, Niza, Cannes y Menton, y en sus adoradas embarcaciones brinca de un puerto a otro hasta las costas del norte italiano, desde donde escribe a los suyos. Diríase que a medida que la salud se deteriora busca el sol y el mar mediterráneos, e intercala esos paseos con estadías en balnearios curativos de las altas montañas de los Alpes, allí donde se daban cita los adinerados atacados por la tuberculosis o la sífilis y sus implacables agentes mortíferos, el bacilo de Koch y la espiroqueta pálida.

     Francia vive en esas décadas años de un acelerado desarrollo industrial y tecnológico: el ferrocarril llega a todas partes y el tiempo de viaje se reduce entre pueblos y ciudades; surge la fotografía y a ella se aplican múltiples aficionados y experimentadores; París es transformado por el barón de Haussman, que arrasa los viejos barrios sucios y medievales, para trazar múltiples bulevares e imponer un estilo arquitectónico sólido y burgués, en una desbocada carrera inmobiliaria que plasmó el París que hoy conocemos.  Por los lados de la Plaza de la Bolsa ---donde se concentran las oficinas financieras y los grandes medios de prensa, aliados y cómplices corruptos en esa desenfrenada carrera descrita en su novela Bel Ami---, y en los grandes Bulevares que van de la Puerta Saint Denis a la Opera Garnier, se vivía una agitación extraordinaria: se solidifican los grandes pasajes comerciales analizados por Walter Benjamin, llenos de curiosidades, mercaderías de lujo y dandys de inspiración británica; llega a su máximo el auge de la impetuosa burguesía descrita antes en sus novelas por Balzac; en el barrio La Nueva Atenas florecen los cabarets, bares y burdeles pintados posteriormente por Toulouse-Lautrec y las grandes mansiones de nuevos ricos, y por todas partes, entre fiesta y fiesta y de salón y salón, circula el champán, el vino y el dinero que oculta la miseria, el hambre y el horror reinante en los barrios bajos, en las callejuelas de un París secreto que va siendo derruido y desplazado por el progreso. Han quedado atrás para siempre los últimos rezagos del Antiguo Régimen y reinan el dinero, el arribismo, la corrupción, la vida fácil, la apariencia, la prostitución, el derroche. Unos, como Maupassant y antes de él Honorato de Balzac, llegan rápido y muy lejos desde sus provincias y triunfan en ese cruel mundo de competencia, cheques, deudas e inversiones, aunque son fulminados jóvenes por los excesos de la carne y la mesa; otros, los poetas malditos, Nerval y Verlaine, mueren pobres y vestidos de harapos, acabados por la absenta. la sífilis y el éter y una miseria de la que nunca salieron.

     Todo ese mundo en su albor y primer auge está descrito antes en la Comedia Humana de Balzac, obra máxima que es un ejemplo insuperable de fuerza literaria y reino de la prosa, de carrera contra el tiempo, de velocidad y efectividad burguesas. Por eso, pese a su desenfreno y la brillantez de su obra cuentística y novelística, Maupassant quedaría opacado por las imágenes mayores de Stendhal, Víctor Hugo, Balzac, Flaubert y Zola y tardaría mucho tiempo para que la crítica lo tomara en serio y lo admitiera cerca de los grandes, por supuesto sólo en un lado modesto. Sus historias fueron rescatadas y adaptadas al cine a lo largo del siglo XX, por lo que los personajes se volvieron familiares a los televidentes. Ahora todas sus obras circulan y se leen. La canónica Pleiade reedita sus obras completas y las revistas celebran con generosidad sus aniversarios. Y con la relación cada vez más estrecha y próspera estblecida en los albores del siglo XXI entre cine, televisión y literatura, convertida esta última ya en una simple filial del entretenimiento anglosajón, sus cuentos se volvieron  perfectas y digeribles sinopsis de historias de telenovela.

     Y si por un lado no pudo acceder al gran podio de los novelistas ilustres del siglo XIX, tampoco obtuvo lugar entre los decadentes preciosistas que como Barbery D´Aurevily, Villiers de L´Isle Adam y Joris Karl Huysmans, crearon escuela en todo el mundo. Los primeros llenaron el espacio de la realidad y los otros el del delirio. Maupassant era un hombre práctico, no le gustaba posar de intelectual ni entrar en sesudas discusiones estéticas. Y por si fuera poco, estuvo ausente en dos frentes básicos de la mitología literaria decimonónica francesa: careció de la leyenda del maldito abatido por la droga y la pobreza y no se apasionó por los temas sociales o las vistosas posiciones políticas de izquierda o de derecha, como era de rigor en la tierra de Chateaubriand y Victor Hugo. En sus cuentos hay un poco de todo como en el pot-pourri: es naturalista y cómico en la descripcion de los burdeles como en La casa Tellier, o cruel al burlarse de los pequeñoburgueses ñoños en Un paseo de campo o en Mi tío Julio. Puede hacernos temblar de susto en El Miedo y en El Horla o volverse esperpéntico en Minué. Y así sucesivamente hay de todo y para todos los gustos en la vasta obra cuentística de Maupassant. Algo si es muy claro y fue razón de su éxito en vida y su olvido después: fue siempre claro y ameno, odió las disquisiciones y fue al grano en busca de la velocidad narrativa, el suspenso y los finales sorpresivos.

      Maupassant era un gran escéptico y tenía poca esperanza en el género humano. Por eso sus historias crueles nos muestran a los seres humanos en su mezquindad y pequeñez. Tiene un ojo clínico para mostrarnos a los hombres en su propia mentira y su « mirada » de águila se aplica sin piedad a la vejez, la juventud, la enfermedad, la ambición, la traición, la avaricia, la mentira, el engaño, el cinismo, la crueldad, la estupidez. Entran en escena el vivo que seduce a la inocente, la estrechez de miras del miserable campesino o el pobre citadino, la ridiculez de los pequeñoburgueses, la crueldad del ricachón y la avidez de la coqueta que lo arruina, el frío cálculo del arribista o el financiero, y entre todos esos personajes tal vez se salvan sólo aquellos aventureros lúcidos que lo dejan todo y recuerdan, ya acabados, el esplendor de su viajes o batallas, sus amores o despechos. Y en fin de cuentas sólo queda el paisaje de nostalgia, ese teatro de la vida efímera que se repite de generación en generación.

     Su propia vida acelerada fue un cuento. Después de tan corto esplendor de una década, rodeado de mujeres y de admiradores, todo se desploma de repente y él lo sabe muy bien, como narrador omnisciente y omnipresente que vio crecer y morir a sus pobres critaturas de folletín. En enero de 1891 Maupassant dice que « me estoy volviendo loco » y los efectos de la sífilis siguen tan raudos en su cuerpo que reduce el ritmo de su trabajo, aspira a dedicarse sólo a la novela y a abandonar para siempre sus « historietas».

     Se instala entonces en Cannes en un chalet, redacta su testamento y escribe en su última carta a fines de año que « estoy absolutamente perdido. La muerte es inminnete y estoy loco ». El 1 de enero de 1891 intenta suicidarse y es trasladado el 7 del mismo mes a la clínica del doctor Blanche, en el barrio parisino de Passy, « donde habla todo el día con personajes imaginarios, únicamente banqueros, corredores de bolsa y gente de dinero », según el diario de los hermanos Goncourt. Se le paralizan las piernas, sufre convulsiones y muere el 6 de julio de 1893. El 8 de julio es enterrado en el cementerio de Montparnasse, donde reposa también el maldito creador de Las flores del mal, Charles Baudelaire, otro hijo de un siglo que fue y será siempre muy antiguo y muy moderno.

(Prólogo a Cuentos de Guy de Maupassant. traducción de Eduardo Garcia Aguilar. Panamericana Editorial. 2008) 

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