Garzón y la justicia de autor
Ignacio Peyró
08 de septiembre de 2008
Hay algo muy de lamentar en el hecho de que Baltasar Garzón optara profesionalmente por la judicatura y no por la canción melódica. Interpretar ‘O sole mio’ en un crucero debe de estar entre las mayores satisfacciones de la vanidad humana. Garzón daba el perfil aunque desafortunadamente no la voz: si fuera cantante, podríamos escucharle o no escucharle pero como juez introduce un factor de alteración en la vida pública española con la regularidad con que caen las hojas o vuelven las oscuras golondrinas. Cuanto más hablamos de Garzón, más dejamos de hablar de paro, de crisis, de gasolina o de hipotecas. El posible efecto de saturación se compensa con que cada vez las arma peores.
Doblado ya el cabo de la cincuentena, Garzón ha conseguido ser popular en Portugal y en algunas repúblicas de Iberoamérica, es decir, en sitios donde le conocen poco y ser español, ay, aún vale algo. Ahora, acaba de volver de una estancia en Nueva York que le ha servido para aprender inglés y aburrirse muchísimo. Se le veía cada tarde en un cóctel distinto, hablándole a su zumo de tomate, pero ese papel discreto, de flor que aroma en el desierto o de arpa en el ángulo oscuro del salón iba poco con él: lo suyo es volver ultraenergizado del gimnasio y subir las escalerillas de la Audiencia Nacional dispuesto a perseguir a unos malos que suelen corresponderse con sus odios. Así avanzamos del Código Penal a la justicia de autor.
Por supuesto, más allá de que el hiperactivismo judicial haya sido dañino en todas las democracias, asistimos con algo de estupor a una generación de jueces –Pedraz, Garzón, Grande-Marlaska- intocables y galácticos, a los que en cualquier momento vamos a ver haciendo anuncios de perfumes, después de haberles visto por extenso en reportajes de semanarios o incluso en biografías tan incensadas como El hombre que veía amanecer. Es posible que todo esto se acabara si, dentro de un plan de formación continua para magistrados, los jueces fueran enviados regularmente a Almendralejo o Puertollano a repartir herencias o a impartir justicia en el robo de una furgoneta cargada de melones. Por supuesto, erradicar el mal del mundo o dividir el mundo entre malos y buenos es más divertido, más grandilocuente y más acorde con esa autoimportancia con que Garzón reviste su fatuidad.
Su decisión de investigar los crímenes de un solo bando de la Guerra Civil no se sabe si tiene que ver con esa servidumbre que es su obsesión por el PSOE o si más bien responde a un sentido mesiánico de la Justicia. Por supuesto, el propósito es imposible y censurable y da pie a todo tipo de lamentos sobre la calidad de nuestro debate público. A Garzón le darán o no le darán el Nobel de la Paz pero alguien, en su familia, tal vez pudiera recordarle que lo de juzgar a los vivos y a los muertos no estaba entre las competencias de la Audiencia Nacional.
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