Sesenta años de jazz en la Huchette
elmanifiesto.com
16 de agosto de 2008
El viejo jazzista holandés Bert de Kort tiene casi 80 años y aunque sus movimientos corporales se hacen rígidos al alzar las manos y menear el cuerpo de añejo gañán, guarda el entusiamo de jefe de banda que lo hizo famoso en los años 60 en el mundo del jazz, cuando recorría como hoy lo hace de ciudad en ciudad haciendo feliz al público con su Jazz Band.
En pleno agosto, cuando se llenan de turistas norteamericanos las calles de la ciudad y el bajo barrio latino, situado a orillas del Sena, al lado de la iglesia Saint Severin, Notre Dame y la librería Shakespeare and Company, este sábado el histórico Caveau de la Huchette está repleto de gente como desde hace 60 años ininterrumpidos.
De Kort es una reliquia del desaparecido existencialismo y ahí está en el podio con su grupo, entusiasta, alegre, cínico y sabio, como quien cumple su concierto número 20.000. Con él, un baterista hierático que no sonríe y cumple su tarea burocráticamente, pero muy bien y con talento, enmarcado en sus largas patillas de capitán de barco, cejas de neurasténico y ojos grises, cansado de fatigar cueros y platinos, pero vigilado desde lejos por la mirada fiel de la amada rubia que le espera sentada con un coctel en la mano.
Al fondo, un pianista fumador, enclenque y pálido, excelente eso sí, se aferra al piano viejo con cabellera larga relamida y desleída camisa floreada de absurdo color verde. A su lado un joven bajista regordete, tal vez de Madagascar, risueño y elevado en su traba de hachís, arranca a las cuerdas notas que mantienen el ritmo desde la modestia secreta y parece feliz con su cola anudada y las gafas camajanescas de grueso aro negro. Y junto al viejo maestro, su preferido, el joven saxofonista y clarinetista en quien deposita la herencia como padre que se apresta a bajar tranquilo al sepulcro. « No está casado todavía », grita el jazzmen a las deseables muchachas que bailan con viejos verdes, sudorosos gigolós de camisas floreadas y jeans ceñidos, o ventripotentes alumnos sesentones de be bop vestidos de lino negro.
El caveau es un verdaero templo de jazz. Arriba en la barra se sirven cocteles, cervezas y alcoholes duros. Y bajando las escalinatas, se llega al amplio espacio construido en plena Edad Media. Todavía hay vestigios góticos, piedras labradas con escritos en latín, escalinatas de roca fijas ahí desde hace más de un milenio. Y desde 1946, cuando fue fundado el sitio, ha recibido sin descanso a jazzmen y crooners como Bill Coleman, Claude Bolling, Lionel Hampton, Milt Buckner y entre los franceses, a Sacha Distel, entre otros mil. Ahora en esta temporada de verano han estado Richard Raux Jazz Group, Philippe Lucas, Drew Davis Swing Band, Scott Hamilton Orchestra y Thomas Savy Jazz Group, entre otros.
No lejos de aquí, por la misma calle, está el teatro donde desde hace también seis décadas se presentan sin interrupción las obras del ya fallecido dramaturgo del Absurdo Eugenio Ionesco (1912-1994). Y en las callejuelas, entre avisos luminosos y ruido, la romería de visitantes es permanente y obligatoria para quien visite la ciudad. No hay turista que no se detenga a comer crepas, kebab turco o se introduzca a un restaurate griego, cuyo patrón quiebra en la puerta platos blancos para llamar la atención.
Las del barrio son todas casas antiquísimas, pues este rincón fue siempre centro portuario desde los tiempos romanos hasta los años medievales del barrio latino, los lustros románticos y malditos de Nerval, Baudelaire y Verlaine y la década humeante de los existencialistas de Jean Paul Sartre, Julio Cortázar y Boris Vian. Gabriel García Márquez, en 1957, cuando vivía no lejos de aquí, bajaba a estos rincones en busca de una sopa o unas papas fritas, mientras pensaba en El coronel no tiene quien le escriba.
Los betaniks norteamericanos liderados por Ferlinghetti se hospedaban en la librería Shakespeare and Company y el más importante poeta francés vivo, Yves Bonnefoy, vivió aquí cerca en su juventud en los oscuros años de la posguerra. Al Hotel Esmeralda, una de las joyas sobrevivientes aún sin cambios desde esas épocas, y cuya dueña casi centenaria espera en el lobby con un cigarrillo y un pastís, llegan todavía escritores deseosos de tomar notas junto a la Catedral de Quasimodo, antes de bajar a beber en LesTrois Mallets, a la vuelta de la esquina.
En las cavas medievales restauradas se fueron instalando desde entonces, en esa década que emergía de la guerra, los antros de jazz que figuran en novelas y memorias de los anos 50, escritas entre la precariedad y el tizne de las paredes, el olor a repollo y colifror y el tufo del vino barato, al mismo tiempo que las chimeneas crepitaban y humeaban en noches de invierno sin nombre que el calentamiento global transmutó y convirtió ahora en benévolas.
Ahora el viejo nos anima a todos al anunciar melodías de Cole Porter, John Coltrane, Miles Davis, Dizzie Gilespie, Lester Young, Count Basie y tocar con su trompeta los clásicos del jazz. Una hermosísima turista niña rica gringa bosteza a mi lado sin entender este mundo sucio y subterráneo y obliga a su novio a sacarla de ahí. El viejo ventripontente que masca chicle se luce porque es un bailarin consumado ; el gigoló mediterráneo está bañado en sudor. Un diminuto hombrecito gay desacomplejado de cejas negras baila con una soberbia hembra nórdica y dos nenas parecidas a Scarlett Johanson, que vienen de Boston, se dejan zarandear felices por desconocidos canosos con experiencias y arrugas, que husmean sus ombligos con piercing.
Pero los maestros de hoy son los bailarines negros que sin fatiga han hecho vibrar las piedras milenarias con su parejas exhaustas. Ya termina el tercer set de la noche y Bert de Kort se despide.
« Me pagan por hacer esto », nos dice feliz y octogenario. Son las tres de la mañana. Han sido cinco horas de jazz que resuenan todavía en el vientre de la ciudad. Afuera la fiesta de la calle continúa hasta el amanecer. Las bellas más sexys han caído en los brazos de sus osados y canosos seductores. Es el jazz. All that jazz.
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