Una noche, sin embargo, ocurrió algo extraño: en el firmamento se dibujo un haz de luz muy singular. No era exactamente una estrella, porque no se veía un punto, sino más bien una línea. Tampoco era un cometa ni nada que se le pareciera, porque el halo dibujaba una curva extraña, con los extremos hacia arriba y la panza hacia abajo. Y sobre todo, aquella luz era completamente especial: no era propiamente blanca, porque tenía reflejos azules; tampoco era fría, sino que comunicaba una particular calidez. El astrónomo la fotografió mientras reflexionaba sobre tan misterioso objeto. Era como si en el cielo se hubiera dibujado la silueta de un sable. Y el Doctor Galés pensó que nada más apropiado para estos tiempos de hierro y dolor: la silueta de acero de un sable dibujada sobre el fondo negro de la noche. Más claro, imposible. Tanto se entristeció el astrónomo, que renunció a poner nombre a la estrella.
Tampoco hubiera servido de nada que le pusiera nombre, porque, según vino, la estrella desapareció. Galés nunca había visto nada igual. Pensó que había sufrido alucinaciones. Corrió a mirar la fotografía del telescopio. Ahí estaba, sí, el sable de acero perfilado sobre la noche. Estaba en la foto, pero había desaparecido del cielo. Qué inquietante…
Meditabundo, el Doctor cerró su gabinete y salió a la calle. La ciudad estaba atestada de gentes que corrían de uno a otro lado. Unos cargaban con su compras. Otros tantos pedían algo para comer. Las grandes guerras habían hecho estragos. La desolación, la contaminación nuclear y los cambios climáticos habían empujado a millones de refugiados hacia la Ciudad: hurritas, bosquimanos, nubios, beduinos, polacos, incluso algunos salvajes arévacos. Galés paseaba casi sin mirar: ya se había acostumbrado a esos espectáculos del dolor ajeno. Algo, no obstante, llamó la atención del Doctor: en la marquesina de unos grandes almacenes, quietos entre cajas de cartón, una pareja contemplaba a un niño, casi un recién nacido. La madre era demasiado joven; el padre parecía demasiado cansado. Galés se apiadó, sacó unas monedas, se acercó al grupo. Entonces miró al niño. Y el niño le sonrió.
Cuando vio aquella sonrisa, Galés se estremeció. La boca de ese niño había dibujado exactamente la misma curva que la estrella recién descubierta, aquella estrella que no era una estrella. Impresionado, el Doctor se acercó al bebé. Estudió su rostro: las comisuras de los labios, la línea de la boca. Y entonces Galés lo entendió: aquella estrella extravagante e insólita, aquel fenómeno extraño, aquella luz sin nombre, no tenía la forma de un sable; tenía la forma de una sonrisa, de la sonrisa de un niño. Y su color no era el del acero; era el de la plata. Y no, no era un cometa, ni un meteorito, ni una bola de gas glacial; era una abertura en el telón negro de la noche, en esa noche del final de los tiempos, una ventana abierta en lo oscuro para que él, para que Galés, pudiera ver lo que había al otro lado del firmamento.
El Doctor Galés corrió a su gabinete. Extrajo la fotografía de la singular estrella. La contempló, sonriendo. La llamó Navidad.
(Los personajes y situaciones de este breve relato proceden de la trilogía de José Javier Esparza El final de los tiempos. De ella se ha publicado ya el primer volumen, “El Dolor”. Próximamente aparecerá el segundo, “La muerte”).