El último presidente socialista de la República Francesa, François Hollande, llamaba en su círculo íntimo "desdentados" a todos esos trabajadores empobrecidos de la clase media baja que ahora votan al Frente Nacional, tras verse abandonados a su suerte por una izquierda cada vez más elitista y cool que solo suspira por los sagrados derechos de las minorías portadoras de identidades culturales alternativas. Un altivo desprecio hacia los de abajo que compartía con la también exquisita candidata que los demócratas enfrentaron a Trump, Hillary Clinton, quien calificó en público a los votantes de su oponente, los perdedores de la globalización instalados en las zonas rurales de la América profunda y deprimida, como "gente deplorable". Con esa creciente multitud de los desdentados deplorables, y al igual que en Nueva York, en Londres, en Berlín, en Barcelona o en Madrid, también en la capital de Francia viene ocurriendo algo novedoso en los últimos tiempos, a saber: que están huyendo en desbandada porque ya no se pueden permitir vivir allí.
Hasta el rincón más barato de la urbe parece demasiado caro para ellos. La alcaldesa de París, es sabido, acaba de aprobar estos días una ordenanza para tratar de controlar los precios de los alquileres en la ciudad. No tan sabido es que, merced a eso que los geógrafos han dado en llamar gentrificación, a día de hoy el precio del metro cuadrado en el distrito más exclusivo de París, el 16, ronda los 108.000 euros (diez millones y pico de euros por un piso de cien metros escasos). Y en el más popularde la ciudad, el 20, pasa ya de los 7.200 euros. Con legiones y legiones de inversores de todo el mundo deseosos de comprar cemento de prestigio en entornos monumentales y glamurosos, ¿qué ordenanza municipal podría frenar los precios del suelo en ninguna parte? Como bien pronto ocurrirá en Barcelona y en Madrid, para vivir dentro del casco urbano de París ya hay que ser rico. Y no por mor de la restricción artificial del suelo edificable fruto de las normas urbanísticas. A fin de cuentas, esas normas son iguales en todo el país y, sin embargo, solo en ciertas grandes capitales, las integradas en las redes de la economía global, se da ese fenómeno, el de la expulsión acelerada de los habitantes tradicionales y de las antiguas clases medias en decadencia, los desdentados que diría Hollande.
Por primera vez en la historia tras el derrumbe del Imperio Romano, las capas más humildes vuelven a abandonar las ciudades en masa.
Por primera vez en la historia tras el derrumbe del Imperio Romano, las capas más humildes de los países centrales de Europa vuelven a abandonar las ciudades en masa. También entre nosotros lo estamos constatando: mientras los precios en Barcelona y Madrid no paran de subir, en gran parte de la península, eso a lo que ahora le dicen "la España vaciada", no paran de bajar. Aquí y en Francia, como en China: un país, dos sistemas. Francia, donde el suicidio ya es ahora mismo la segunda causa de muerte entre los agricultores detrás del cáncer (datos de la Mutualidad Social Agrícola que recoge Christophe Guilluy en su último y muy recomendable ensayo El fin de la clase media occidental). Cada dos días se quita allí la vida un habitante de las zonas rurales. Una población rural, la de la mítica Francia, donde un tercio de sus miembros, y pese a las subvenciones de la PAC, posee ingresos mensuales equivalentes a 354 euros escasos. El populismo, ese fantasma que recorre Occidente, no es la respuesta airada contra la hipermodernidad de unos cuantos palurdos nostálgicos y pasados de moda que no entienden la necesidad del cambio y las reformas, los paletos de la Francia interior y los obtusos ingleses ignorantes y alcoholizados que impulsan el Brexit. No es un asunto, como tantos quieren creer, de minorías marginales y anacrónicas. La marea populista, al contrario, no es más que el reflejo político del gran fenómeno social de nuestro tiempo en Occidente: la eclosión de los desdentados.
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