Guía para no perder el juicio

11-M: demasiadas cosas sin explicación

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J.J.E. (Madrid)

El juicio por el 11-M está dejando una palpable impresión de insatisfacción. Si alguien esperaba que en la vista se asentaran hechos incontrovertibles, la decepción es evidente. Esa decepción no reside tanto en las versiones que puedan dar los acusados –a los que se les presupone que nunca se confesarán culpables- como en la información proporcionada por la policía, que es extremadamente incompleta, contradictoria y, al cabo, inútil. El examen oficial de los explosivos no coincide con los supuestamente empleados según la versión oficial; discordancia que se atribuye a contaminación de las muestras, pero sin indicar quién las contaminó, ni dónde ni cuándo. Además, fuentes materiales básicas como los trenes siniestrados o las ropas de las víctimas han desaparecido. Tampoco se hizo la autopsia a los cadáveres de Leganés. Realmente, es como guiarse por un laberinto a ciegas. 

Hay dos grandes fallos policiales: uno, antes de los atentados, que concierne a la vigilancia y la prevención; otro, después, que es la inconcebible suma de irregularidades en la gestión de las pruebas, irregularidades tan graves y tan  abundantes que necesariamente hay que pensar en actos deliberados. En torno a esos fallos aparecen circunstancias sospechosas, también antes y después de los atentados, que permiten desconfiar razonadamente de la versión oficial. Antes: el incomprensible baile de confidentes policiales en torno a puntos decisivos del mapa del crimen. Después: la tenaz proscripción de cualquier referencia a ETA en la instrucción, las falsedades ante la Comisión del Congreso, la destrucción de pruebas. ¿Casualidades? Algunos de estos extremos podrían deberse a simple casualidad. Pero no hay nunca una secuencia de hechos donde la presencia del azar se acerque tanto al 100%. Añadamos esto: el propio hecho de que la versión oficial fuera tan rápidamente asentada y que, después, el Gobierno haya hecho esfuerzos ímprobos por cerrar cuanto antes el caso, lleva casi mecánicamente a pensar que aquí hay gato encerrado. Pero nadie sabe qué gato es. Y tal vez ni siquiera sea un gato.

En ese paisaje, y contra lo que sostiene la ofensiva desatada por el Grupo Prisa, la hipótesis denominada “de la conspiración” no es descabellada en absoluto. Sobre todo, importa precisar a qué se refiere ese término “conspiración”. No se trata, como venden los portavoces del bando gubernamental, de pensar que Zapatero y ETA tramaron un atentado para aterrorizar al país, cargárselo después a los “moros”, echar a Aznar y sacar el consiguiente beneficio político. En el actual estado de la investigación, la “conspiración” residiría en estos puntos: alguien trama un golpe contra el Estado para forzar un cambio de Gobierno, alguien explota inmediatamente con finalidades políticas ese golpe, alguien se ocupa de alterar las pruebas de los hechos para que el traumático cambio de Gobierno quede justificado. Aquí hay dos hilos: uno, el hecho delictivo, los atentados; otro la explotación política, el cambio de Gobierno. No hay por qué creer que uno y otro estén trenzados, o que fueran paralelos, antes de los atentados. Pero parece bastante evidente que, después de los hechos, los dos hilos de la trama se han anudado. 

Visto con la mayor frialdad posible –que no es mucha-, el problema puede plantearse así: la secuencia de los hechos del 11-M muestra aún tales lagunas, y la investigación periodística ha puesto de relieve tales contradicciones, que lo que tenemos es un puzzle con más espacios vacíos que llenos. En ese paisaje, es perfectamente factible llenar los huecos con piezas favorables a la tesis gubernamental, y es igualmente factible hacerlo con piezas contrarias a esa tesis. Inconveniente de la tesis gubernamental: las piezas no encajan más que forzándolas. Por ejemplo, determinados aspectos cruciales de la propia jornada del 11-M, como la aparición de las pruebas –la furgoneta y demás-, sólo encajan forzando mucho el sentido común y cerrando los ojos deliberadamente ante algunas evidencias, como esa tan notable de que una furgoneta no puede estar llena y vacía al mismo tiempo. Inconveniente de la tesis disidente: las piezas que encajan están en blanco. Así, por ejemplo, podemos subir y bajar una y otra vez la escalera del organigrama policial sin terminar de entender quién es responsable de cada negligencia, de cada error, del mismo modo que no es posible describir la relación exacta entre sospechosos, confidentes y policías en el periodo previo a los atentados.

Lo que hace un tanto irregular la posición de la línea pro-gubernamental, y especialmente la del Grupo Prisa, es lo siguiente: si todas las lagunas en torno al 11-M conciernen específicamente a la cúpula policial, y si ésta dependía de una dirección política que era la del Gobierno PP, ¿por qué El País no asienta una línea crítica hacia la cúpula policial, Interior, el CNI y el Gobierno Aznar en su conjunto, sino que trata de exculpar a los responsables policiales poniendo todo el acento sobre los responsables políticos? ¿No es contradictorio? ¿No debería El País, para erosionar aún más al PP, marcar estrechamente a los antiguos jefes de policía del Gobierno Aznar, que al fin y al cabo eran la policía del enemigo? No, claro: es que esos jefes de policía eran los mismos que había puesto el PSOE y, de hecho, después del 11-M, nuevamente con el PSOE en el poder, casi todos han  sido ascendidos. Se crea así una situación completamente desquiciada: tras el mayor atentado de la historia de España, los responsables directos del orden público y la política antiterrorista son promocionados, y sus contradicciones o falsedades, ocultadas por la misma prensa que carga contra el Gobierno de entonces… por el atentado en cuestión. Turbio, ¿no?

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