Esto ya casi parece el festival de Eurovisión

La Alianza de Civilizaciones cierra el chiringuito por campaña electoral

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A. Martorell
 
El balance práctico de esta nueva kermesse de la alianza de civilizaciones deja un poco estupefacto: se ha hablado de formar a la policía, de códigos de buenas prácticas, de la mar y de los peces (bueno, de los peces no, porque no ha estado Marruecos) y de una buena porción de cosas triviales cortadas unánimemente por el patrón de los buenos sentimientos, pero cuya aplicación en el mundo de las realidades objetivas es impensable y, sobre todo, inútil. Parece demasiado evidente que aquí no ha habido más que una puesta en escena destinada a camuflar el pobre balance de la legislatura ZP en materia de política exterior. Y las pocas cosas relevantes que de aquí han salido, han sido tan desagradables como esa amenaza del turco Erdogan sobre las desgracias que esperan a Occidente si no extendemos una alfombra (otomana, hay que suponer) a los pies de su país. Parece mentira que algo tan inútil pueda ser tan caro, porque este festival se ha llevado un notable bocado de los Presupuestos.
 
Realismo, por favor
 
En realidad el problema no estriba en qué orientación doctrinal pueda adoptar esta asamblea, más atlantista, más antiamericana, más o menos risible… Todo eso tiene tanta importancia como las opiniones lanzadas en una tertulia de bar (alguno habrá donde todavía la gente hable de estas cosas). El problema reside en que esta feliz reunión de distinguidas personalidades del mundo mundial viene patrocinada por el presidente de un Gobierno y, por lo tanto, se le presupone una identificación plena con la política exterior del país anfitrión, es decir, España. Y esto es lo verdaderamente imperdonable del asunto, porque compromete a la nación entera, al Estado, a las generaciones presentes y tal vez a las futuras, con una línea política que no responde a los interese objetivos de la nación, del Estado, sino a las opiniones particulares –más o menos respetables- de un señor.
 
La política exterior no es una cuestión de opinión. Es posible discutir la forma concreta de cumplir determinados objetivos, pero no la línea general de la diplomacia. Esta viene dada por circunstancias objetivas que suelen ser irreversibles. España, por ejemplo, no puede tener otra política europea que la de la inmersión plena en la UE, porque geográficamente estamos donde estamos, histórica y políticamente somos lo que somos, económicamente vivimos de lo que vivimos, y todo eso nos veta, por ejemplo, una política de aislamiento respecto al proyecto continental. Cuando alguien cree que puede sentar una doctrina internacional a partir de cero, implicar en ella a su país y rectificar la política anterior, es porque no tiene responsabilidad de poder –el caso de un teórico- o porque es un irresponsable. No es difícil ver a cual de las dos opciones corresponde la política exterior de Zapatero.
 
Lo deseable sería que nuestros gobiernos fueran capaces de definir una política internacional manifiestamente orientada en términos de poder y al servicio de los intereses reales de España. No podemos cambiar nuestra posición geopolítica ni nuestro sistema de alianzas, pero sí podemos, y además es plenamente legítimo hacerlo, que todo eso redunde en el mayor beneficio posible para España y para los españoles. Esto exige, entre otras cosas, ser capaz de definir el interés nacional en el mundo de la globalización. ¿Vaguedades? Ninguna: hay que atender al estado de la agricultura, al flujo de inmigración ilegal, al exceso de dependencia energética, a las inversiones nacionales en el extranjero, al reparto de cuotas de poder en los organismos de los que formamos parte, al estado material de nuestros ejércitos… Es verdad que esto obliga al político a renunciar a la aspiración de ser elegido como el hombre más simpático del año, y no digamos ya al premio Nobel de la Paz pero es que esas aspiraciones son incompatibles con el cargo.

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