José Vicente Pascual
Al Andalus fue y puede que siga siendo una referencia geográfica, pero nunca se constituyó como unidad nacional, ni política ni socialmente. Muhammad I, el fundador de la dinastía nazarí (ahí sí, el reino de Granada fue otra cosa), arrebató sus dominios a otros oponentes musulmanes; de paso, ayudó con mucha diligencia a Fernando III en la conquista para las armas cristianas de Sevilla y Córdoba. Se quedó tan tranquilo, seguro tras las fronteras de su reino, tras haber combatido a sus hermanos de fe y pactar una larguísima paz con Fernando que duró hasta el reinado de Alfonso X, al que llamaban sabio.
Eso es, fue, Al Andalus: una tierra de promisión donde los asuntos del poder se dirimían como en todas partes, a base de guerras, alianzas, traiciones, actos de coraje y de clamorosa felonía. Hablar de la reconquista de Al Andalus por el islam es una memez tan estrepitosa como ordeñar a un buey, como si en Calatayud surgiese un partido ultra españolista abogando por la recuperación para la patria de Nuevo México, Península Valdés, las islas Filipinas y, ya puestos, Surinam.
Argumentará alguien que estos ceporros de Al Qaeda viven en el año 1385 de la era musulmana, o sea, en plena Edad Media, y que por tanto su forma de razonar se amolda a los imperativos insoslayables del calendario. No me lo creo. Nosotros, el Occidente cristiano, entre otras razones vivimos en 2007 gracias a que los sabios musulmanes, durante la Edad Media, conservaron gran parte del legado clásico greco latino. Si en 1212, cuando se jugó el destino de Europa en las Navas de Tolosa, la diferencia de mentalidad entre cristianos y musulmanes era de media cuarta, no puede haberse extendido el contraste, por arte de nada, hasta alcanzar lo grotesco. Y lo cruel. Hasta la pura maldad.
Aunque tampoco creo que sean particularmente malos estos guerreros de Al Qaeda. Sólo son perversos. Viven del negocio del integrismo y ya se sabe: el dinero manda. Los propios intereses, la misma olla, les obligan a comportarse como despiadados asesinos, energúmenos dispuestos a inmolar a sus fanáticos seguidores en la santa causa de enriquecerse a costa de la sangre enemiga. Nada nuevo bajo el sol.
“Aprovecharemos vuestra democracia para acabar con ella”, exhibían con arrogancia una pancarta, con dicha leyenda, un grupo de jóvenes musulmanes en la última manifestación celebrada en Londres bajo el lema “Por la integración y la convivencia”. Estos adolescentes guerreros, cuando lleven su determinación a las últimas consecuencias, no verán el fin de la democracia. Pasarán del valle de lágrimas occidental al Edén de las cuarenta vírgenes, de eso están convencidos, avirutados por los explosivos que guardaban bajo la gabardina. Al Qaeda, como todos los movimientos y religiones de lamentación, necesita mártires: incultos suicidas que crean en Granada como última capital del paraíso Al Andalus, por ejemplo.
Autoaniquilarse por un malentendido histórico es la mayor estupidez que puede cometer un ser humano, pero, en fin, allá cada cual. Lo malo de este invento es que los desalmados dirigentes de Al Qaeda, además de mártires necesitan víctimas. Y ése ya es otro cantar.
No se lo pongamos fácil.