Democracia, religión, laicidad... ¿incoherencia?

La polémica del velo, segundo asalto en Ceuta

Los velos de Ceuta han puesto de manifiesto que el de Gerona era un caso montado para despertar un movimiento social. El Ministerio de Educación ha obligado a un colegio concertado a aceptar en clase a dos niñas que el centro no quería admitir si no se quitaban el hiyab. El Ministerio ha argumentado que el derecho a la educación debe prevalecer sobre las normas internas del colegio, que prohibían “complementos no autorizados al uniforme”. Ha dado la razón al presidente de la Unión de Comunidades Islámicas de Ceuta, Laarbi Maateis, quien había sostenido que las niñas tenían que usar velo porque “la mujer musulmana no debe destapar su cabeza, así como otras partes de su cuerpo”. Ésta es la gran falacia del debate de los últimos días.

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FERNANDO DE HARO
 
No es cierto que el islam obligue a las niñas a taparse y es aun discutible que exija hacerlo a las mujeres adultas. No estamos, por tanto, ante una prescripción que se derive de una pertenencia a una comunidad religiosa, sino más bien ante una práctica social. A nadie se le oculta que una reivindicación como la que se ha hecho en Ceuta tiene especial trascendencia. Ciertos grupos islámicos han utilizado la ciudad como símbolo de una humillación occidental. El de Ceuta ha sido el primer “rebote” de la decisión que tomó la Generalitat de Cataluña con el caso similar de Shaima, a la que un colegio público no quería admitir en clase por la existencia de un reglamento parecido al del colegio Severo Ochoa ceutí. Es muy posible que estemos ante actos de presión de quienes tienen como “potenciales clientes” a más de un millón de musulmanes, la mayor parte de ellos inmigrantes, que podrían sentirse seducidos por proyectos ideológicos que instrumentalizan lo religioso. Éste es uno de los picos del velo.
 
Pero hay otro pico del velo a tener en cuenta. Permitir el uso del hiyab no es necesariamente una prueba de ese multiculturalismo que “parte de un supuesto falso (…): que todas las culturas, por el simple hecho de existir, son equivalentes y respetables”. Son afirmaciones que hacía Mario Vargas Llosa en un artículo que publicó en El País (El velo no es el velo 7-10-07). El escritor peruano, después de denunciar con justicia el muticulturalismo relativista, argumentaba que “el velo islámico no es un simple velo que una niña de ocho años decide libremente ponerse en la cabeza porque le gusta o le es más cómodo tener los cabellos ocultos que expuestos. Es el símbolo de una religión donde la discriminación de la mujer es todavía, por desgracia, más fuerte que en ninguna otra”. Y como “la religión no puede invadir el dominio público sin que principios básicos de la cultura democrática, sobre todo la igualdad y la libertad de los ciudadanos, se resquebrajen”, hay que prohibirlo. Vargas Llosa va demasiado rápido y en algún momento se atropella.
 
Si el velo supone discriminación de la mujer, es lícito prohibirlo. Pero en aquellos casos en los que el velo es la expresión libre de una mujer que, a determinada edad, quiere hacer pública su pertenencia social y religiosa, el Estado de Derecho debe tutelar su libertad religiosa y de conciencia. Por otra parte, la religión expresada públicamente, mientras respete y contribuya al mantenimiento del ordenamiento constitucional, lejos de menoscabar la democracia, la enriquece. Vargas Llosa tiene en la cabeza un modelo de democracia cincelado en la Revolución Francesa, el modelo que ha llevado al país vecino a promulgar la Ley 2004-228, de 15 de marzo de 2004, que prohíbe “signos que manifiesten de modo ostensible la pertenencia a una confesión religiosa”. Pero la democracia es más plural y rica si acepta un nuevo concepto de laicidad, inspirado en la Revolución Americana, en el que se reconoce la aportación que hacen las diferentes tradiciones religiosas a la vida pública.

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