Una prueba viva de lo que hizo España en América

Crónica de un viaje a Lima: alegato de Hispanidad

Malos tiempos para la Hispanidad. El neoindigenismo hace estragos. Un alcalde de Lima ha tenido la desdichada ocurrencia de eliminar la estatua ecuestre de Pizarro en la Plaza Mayor. Pero, por más que lo intenten los iluminados, la historia es la que es y Lima sigue siendo, en todos sus rincones, un alegato de Hispanidad. Entre el océano, el desierto y los Andes, una ciudad renacentista que habla de virreyes catalanes absorbidos por actrices fascinantes, santos autóctonos de devoción universal, arte a raudales en unas calles que vieron la primera Universidad del Nuevo Mundo. Viaje a una de las urbes más seductoras del mundo hispánico.

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RODOLFO VARGAS RUBIO 

Paseando por Lima, desde donde escribimos estas líneas, se hace patente ante nuestros ojos el legado de España en América. Basta dar una vuelta por sus calles con espíritu no de turista, sino de viajero, como lo fueron por estos lares Charles-Marie de La Condamine, Jorge Juan y Santacilia, Antonio de Ulloa, Alessandro Malaspina, Thaddäus Haenke, Alexander von Humboldt, Antonio Raimondi, Hermann Melville o Mauricio Rugendas para no ser exhaustivos; es decir, un espíritu de observador imparcial y receptivo y registrador fiel de lo que ve. Esa mirada proporciona la mejor refutación a todos aquellos que no ven otra cosa que ambición desmedida, ruin mezquindad y espíritu de rapiña en los conquistadores y colonizadores españoles de América.

Lima fue fundada por el injustamente denostado trujillense Francisco Pizarro el 18 de enero de 1535, con el nombre de Ciudad de los Reyes, en honor de los Reyes Magos, por haber sido decidido en el día de Epifanía el asentamiento español en el valle del Rímac, en tierras del señor de Pachacamac, cacique aborigen de la zona. Por cierto, el vocablo “Lima” parece ser una corrupción del nombre del río Rímac (o “el Hablador” en quechua), que los españoles no eran capaces de pronunciar bien porque la “r” tenía sonido simple y no doble (rr), como se emite entre dos vocales. Pizarro trazó la ciudad a cordel en forma de damero, siguiendo en esto los modelos urbanísticos del Renacimiento, pródigo en ciudades ideales inspiradas en Vitruvio y el clasicismo grecorromano. Algunas de esas ciudades tuvieron concreción, como en el caso de la toscana Pienza, mandada edificar por el papa humanista Pío II sobre su pueblo natal Corsignano. Ello ya nos da la primera demostración de que el fundador de Lima no era el porquerizo analfabeto y sin cultura de la leyenda negra. Además, los vándalos sólo asolan, no construyen ni cultivan, y Pizarro, en cambio, hizo esto último. 

Lima fue esculpida a lo largo de su casi quingentenaria historia a golpes de cincel, un cincel a veces insatisfecho de su obra (como el de Miguel Ángel), que hería profundamente su piedra con furor telúrico. Los terremotos, endémicos en el Perú, contribuyeron así a rediseñar la capital meridional del gran Imperio Español en América, especialmente los de 1655, 1687 y 1746, que dieron impulso –por la obligada reconstrucción de la ciudad- a los estilos barroco, rococó y neoclásico aclimatados magníficamente en estas latitudes gracias a la obra de los grandes alarifes limeños. Además, servían de tremebundo recordatorio de los novísimos a esta ciudad riente y aristocrática, al mismo tiempo beata y pecadora, de la cual nos ha ofrecido sabrosas crónicas su mejor cantor, el tradicionista Ricardo Palma.

Arte y religión 

Fue la capital de “estos Reynos del Perú” cuna de los primeros santos americanos: la criolla Rosa de Santa María y el mulato Martín de Porres; también patria de adopción del peninsular Juan Masías, humilde portero de la Recoleta de la Magdalena. Sede fue asimismo del arzobispo y gran organizador de la jerarquía y clero sudamericanos, el taita Turibio de Mogrovejo (como le llamaban con cariño y gratitud sus diocesanos indígenas) y el escenario donde tronaba en los púlpitos y plazas al compás de su violín el seráfico Francisco Solano, célebre por sus sermones, en los que no se andaba con medias tintas a la hora de fustigar a aristócratas y plebeyos, a clérigos y seglares por igual. Monasterios, conventos, beaterios y ermitas poblaron esta metrópoli opulenta que se preciaba de recibir a sus virreyes y séquitos correspondientes en cortejos que desfilaban por calles pavimentadas con lingotes de la más pura plata.

Pero no todo era boato y espectáculo (índices de refinamiento y alto grado de civilización). También en el mundo de la Cultura descolló Lima. La primera universidad del Nuevo Mundo, la llamada “Decana de América” fue limeña: la Real y Pontificia (hoy Nacional) Universidad Mayor de San Marcos, fundada por Real Cédula de Carlos I de 1551 y confirmada por Bula de San Pío V de 1571, cuyo prestigio fue enorme en el mundo intelectual y arrancó al mismo Bolívar palabras de sincera y superlativa admiración al recibir siglos más tarde el doctorado honoris causa por dicha institución. ¿Qué puede pensarse de una potencia que se dedica, como lo hizo España, a fundar escuelas, colegios, convictorios, academias y universidades en sus dominios, sino que no puede ser tan perversa como pretenden los que la desacreditan? Y lo que decimos de la enseñanza vale también para la asistencia pública: hospicios, asilos, residencias, enfermerías… Ya en el primer siglo de su fundación, Lima contó con cinco hospitales mayores: el de San Andrés para españoles, el de Santa Ana para indios, el de San Bartolomé para negros, el del Espíritu Santo (donde se prodigó Santa Rosa) para la gente de mar y el de San Lázaro para leprosos. San Martín de Porres fundó el Asilo de la Santa Cruz para niños desamparados. La orden genuinamente americana de los betlemitas (fundada en Guatemala) tuvo convento y hospital en Lima.

Recorrer las iglesias limeñas es una verdadera delicia al comprobar cómo se adaptó maravillosamente el arte europeo a la sensibilidad e idiosincrasia locales. Cada orden importante porfió con las demás para edificar el santuario más hermoso y digno de la gloria divina, produciendo extraordinarios monumentos de arte y religión: el complejo monumental de San Francisco el Grande (en una época el más vasto de toda América) de los frailes menores, la iglesia de San Pedro (joya del mejor barroco, resplandeciente en el pan de oro que tapiza generosamente sus retablos, altares y naves) de los jesuitas, La Merced (cuya portada es una filigrana en piedra) de los hijos del Nolasco, Santo Domingo (con su extraordinario campanario) de los predicadores, Jesús María (bellísima iglesita del más puro e ingenuo barroquismo) de las monjas seráficas, San Marcelo (cálida y elegante) de los agustinos, Las Nazarenas (exponente del rococó criollo)… Este último templo (de la orden peruana de monjas del mismo nombre, con regla de las Carmelitas Descalzas) es centro de la limeñísima devoción al Señor de los Milagros, cuya imagen fue pintada por un esclavo negro a mediados del siglo XVII y aúna hoy en torno a sí a fieles de todas las condiciones sociales y de todas las razas que conforman el caleidoscopio étnico de la ciudad (blancos, criollos, cholos, indios, mulatos, negros, zambos, niseis, injertos, chinos, árabes). Cada mes de octubre, la urbe se viste del morado penitencial como en cuaresma y salen a las viejas calles del centro millones de devotos que acompañan al Cristo de Pachacamilla en procesión compacta, la más concurrida del orbe católico. Cierto es que se mezcla en ella lo sagrado y lo profano, lo piadoso y lo crematístico, pero el Señor de los Milagros es, además de un dato religioso, un dato sociológico, pues se ha convertido en un elemento componente de la identidad limeña, al punto que allí donde haya emigración peruana se hallará infaliblemente una cofradía del Crucificado bajo esta advocación. 

Glorias que perviven

El puente y la alameda (el Puente de Piedra y la Alameda de los Descalzos), lugares cantados por Chabuca Granda, están todavía allí, lamentablemente ya no con el esplendor de antaño, pero evocadores de pasadas glorias, desafiando a la moderna incuria y a los remezones sísmicos. Por sus adoquines paseó sus amores un personaje que personifica Lima a la perfección: la actriz Miquita Villegas, la célebre Perricholi, que llevó al retortero a todo un señor virrey -el ilustrado catalán Amat y Junyent, que mandó construir el Palacio de la Virreina en Barcelona, recuerdo de su largo gobierno en el Perú- y acabó sus días regalando su fastuosa calesa al Santísimo de San Lázaro para retirarse del mundo y hacer vida de penitencia. Su historia fascinó a Prosper Mérimée, que escribió, inspirándose en ella, la novela Le Carrosse du Saint-Sacrement, de la cual compuso Jacques Offenbach la deliciosa opereta La Périchole. 

Lima está encerrada entre el océano, el desierto y los Andes. Por tierra vinieron los conquistadores, por mar la visitaron los piratas y corsarios y de los Andes recibió la inmigración serrana. En ella se conjugaron lo español y lo indígena y se afirmó al defenderse contra los depredadores extranjeros. Lima fue y es hermosa como sus tapadas pintadas por Pancho Fierro (versión limeña de las majas madrileñas y tan aguerridas como ellas, pues organizaron su propia revolución de la saya y el manto al mejor estilo del motín de Esquilache de la capa y chambergo). Lima puede llegar a ser horrible (como la definió Sebastián Salazar Bondy), por su cielo casi invariablemente gris y brumoso, que a veces se hace insoportablemente melancólico, y sus pretensiones de megalópolis al estilo estadounidense, que la llevan a destruir su maravilloso patrimonio arquitectónico: en su día se sacrificó la casona Velaochaga; más tarde se demolieron las grandes mansiones de la avenida Salaverry; en tiempos más recientes se han cebado con las de la avenida Arequipa, comenzando por esa joya del eclecticismo kitsch republicano que era la Residencia Marsano. Los balcones de celosía (que abundan en la capital), verdadero encaje en madera, son únicos e inconfundibles y hablan de miradas furtivas, de flirteos camuflados, de amoríos clandestinos y de esa insuperable capacidad de la limeña para el coqueteo.

Un alcalde, de cuyo nombre es mejor no acordarse, hizo recientemente lo que ni el dictador Velasco Alvarado se atrevió a llevar a cabo en sus más paroxísticos arrebatos indigenistas: desalojar la estatua ecuestre de Francisco Pizarro (gemela de la que orna la Plaza Mayor de su natal Trujillo en la provincia de Cáceres) de su sitial en un ángulo de la Plaza Mayor (ex de Armas) de Lima. Todo un símbolo, pero un símbolo desafortunado y mezquino. Sacar a Don Pancho –como algunos lo siguen llamando- de lo que es, por así decirlo, su casa, equivale velis nolis a renegar de los propios orígenes. Podrá pensarse lo que se quiera del hombre que se hizo con el –decadente- Imperio de los Incas, pero no se le puede escamotear la gloria de haber fundado una de las urbes más seductoras del mundo hispánico, crisol de culturas e influencias, de pueblos y de razas, prueba viviente de lo que hizo España en América.

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