Entre los profesionales de la medicina cada vez crece —preocupantemente— la demanda de asistencia psicológica o psiquiátrica. Un enorme descontento y desazón ocupan, como si fuese niebla cerrada, el fuero emocional de las personas. No duelen piernas, estómagos o muelas, sino que masivamente mengua el apetito de vida. Todos sabemos de algún caso relativamente cercano.
Al mismo tiempo, los voceros ideológicos de nuestras instituciones y de nuestra cínica cultura del consumo cantan sin pausa la sacralización de nuestros egos y la dulce dicha de nuestras existencias, acolchonadas supuestamente en la más civilizada y fantástica libertad de las posibles. A poco de razonarlo, caemos en la cuenta de que la fórmula falla, constatamos pues que los números no engañan. ¿Una sociedad feliz, libre, se atiborra de antidepresivos para construir su día a día? ¿Un hombre libre, autónomo, dueño y caracterizado por un carácter adulto, puede ser a la par esclavo de la publicidad, asiduo y ávido practicante de las compras, de la moda, del ocio por el ocio? ¿Puede ser un átomo hedonista el arquetipo de una comunidad? El egoísmo desbocado y alérgico al compromiso, ¿puede ser una receta a la que honestamente podamos adjuntar la palabra libertad?
Alguno dirá: es una libertad sin fin, sin orientación, una libertad pura... Permítaseme interrogar: ¿Una libertad es tal, contemplada bajo estas condiciones?
Más bien parece desvelarse en ello el cuadro de un infantilismo ridículo, del aburguesamiento más improductivo y de las mejores cualidades para un gregarismo ciego e irreflexivo.
Es difícil asaltar esta realidad tan ruidosa, tan alienante, tan absolutamente alejada de lo humano y de lo comunitario. Es difícil dar un paso a contracorriente, porque parece que todo esta copado y colapsado por esta atmosfera de luces y velocidad, efectos pomposos, poderosos ciertamente, pero efectos sin duda del vacío.
Pero a cada uno y a cada una nos corresponde, sin embargo, la tarea de reformular nuestra existencia en términos nuevos, y desempolvar así este teatro sin alma que dura demasiado y que, además, compromete el porvenir de nuestros hijos. Gran responsabilidad debemos sentir, a menos que el despotismo maquillado de sensatez haya hecho mella en nosotros.
Y es que hablamos de otra vida, de nuestra vida, que es posible, y que, de no empeñar nuestra voluntad en ella, será como un puro tránsito letárgico, condenándonos a los fármacos o al nihilismo más patético e indigno. Ahora bien, toda esta estructura de valores y principios, de no-valores quizás, tiene fracturas en tanto existamos incrédulos.
Incrédulos porque en la entronización de lo provisional y del individualismo, adivinamos la ausencia de eternidad, la carencia de algo tan vital para una cultura y un pueblo como es la continuidad, la falta de voluntad por ofrecer una herencia, y la carencia de amor por defender a la misma como un tesoro y un organismo del que somos parte y en cuyo corazón nos hallamos representados.
Aquí lo que está caducado es esta suerte de modelo narcisista que respiramos a diario, de dejación de lo público, enemigo de las diferencias reales, homogeneizador de las personas en lo fisiológico, atrofiador de las sensibilidades y parásito de las almas.
Apostamos por otra existencia, donde aquello que nos vincula no es el consumo, el puro placer ocioso, sino la experiencia colectiva y la voluntad de ser, el esfuerzo por la excelencia, una vida dotada y anclada en valores que rebasan lo económico.
No queremos placebo, no compramos ocio, estamos de parte de la vida real, apasionados por lo que tiene un significado que rebasa lo cosificable, y dispuestos a guardar las murallas de la civilización, intangibles moles de piedra que sólo levanta el amor, el trabajo, el sacrificio y también la fe.
Por una vida de fuerza, alegre, de construcción, una vida que nos afirme como hombres y como pueblo, que no condene a nuestras generaciones, y que no nos condene con ellas a nosotros, a la vergüenza de haber cedido ante un mundo al revés.
¡qué limpia estaría la ciudad!