Se lo dice un argentino

Cervantes y el español, en el día del idioma

El día 23 de abril es el día del idioma castellano, que se celebra en los países hispanoparlantes como un homenaje de recuerdo a uno de los escritores más eminentes de todos los tiempos: Miguel de Cervantes Saavedra, autor de Don Quijote de la Mancha, cuya muerte ocurriera en ese día en el año de 1616. Cuidemos el idioma: es nuestro más legítimo patrimonio y perteneciendo a todos ya, todos estamos en el deber y en el derecho de defenderlo.

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ALEJANDRO PANDRA
 
La obra de arte vive. Es concebida y creada, y largo tiempo después de que el espíritu que la creó se haya despojado de su vestidura mortal, la obra de arte sigue creciendo. Para nosotros, hombres del tercer milenio, la Catedral de Toledo, Fausto, la Novena Sinfonía, el Moisés de Miguel Ángel, no son lo que fueron para los coetáneos de los respectivos creadores, ya que desde entonces han asimilado siglos enteros de vida humana.
 
Cervantes y el idioma español están unidos por la literatura y por la historia. El idioma dio a Cervantes los instrumentos de expresión para escribir su maravilloso Don Quijote, pero Cervantes utilizó el máximo ingenio de la lengua, que puso a circular, como en una incursión quijotesca, por todos los caminos del mundo.
 
Don Quijote es hoy más grande que cuando, armado de punta en blanco, salió de la imaginación de Cervantes, más rico de toda la riqueza de experiencia y aventuras que ha adquirido en cuatro siglos de correrías por los campos ilimitados del espíritu humano. Largo en verdad es el camino que el Caballero ha recorrido desde que abandonó su cuerpo, incapaz de sobrellevar el triste peso de la cordura. Hoy, después de tantos años de experiencia que han pasado por el mundo y por la humanidad, durante los cuales más de un ilusorio castillo ha resultado ser una infame venta y más de una hermosa Dulcinea quedó encantada por la cruel realidad en una sucia aldeana, hoy merece meditarse la significativa frase de Cervantes en el prólogo: “Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote...”. Con esa intuición que es el don supremo de los genios creadores, Cervantes parece darse cuenta de que don Quijote es más hijo de la naturaleza que suyo propio, y adivinar que aquel “hijo seco y avellanado” había de crecer, con el tiempo, más alto que lo soñado por su padrastro.
 
El nacimiento de un río no es un espectáculo común y en más de una ocasión se esconde tanto que por mucho tiempo, años, siglos, este alumbramiento del agua permanece en la sombra, constituye un misterio geográfico. Porque la geografía tiene sus misterios como los tiene la historia.
 
Se acepta ya que fue el año 978 aquel en que aparecieron unas primeras páginas escritas en español. Un español rudimentario, un español de nebulosa, de fruta verde todavía donde la almendra a medio descascarar, ya se adivina jugosa y dulce.
 
Y así como tantas veces el río al nacer sólo parece una madeja de hilos de agua, y luego el agua va creciendo, nutriéndose de nuevas aguas, las que se precipitan en las lluvias, las que descienden de las nevadas cumbres o la embocan en su trayecto los afluentes, hasta convertirse en caudalosa masa líquida, así nuestro caudaloso idioma pasó por maravilla de la naturaleza, sólo que la pasó a través del hombre.
 
Y de un monasterio oscuro, perdido en las soledades de la cantábrica cordillera, salió el idioma un día hace mil años, para convertirse en el torrente luminoso que volcó España en nuestro hemisferio. Gran don fue el suyo, y sólo suyo, aunque después nosotros nos hayamos apresurado en acrecentar la hermosura que se nos confiara.
 
Ahora el idioma es obra de todos: los grandes escritores, oradores, poetas lo afinaron y extrajeron sus más recónditas esencias, se sirvieron con singular maestría del habla popular y hasta le adjudicaron jerarquías que debemos respetar, al menos mientras no se invente nada mejor. Todo esto lo hicieron los maestros del idioma pero el idioma ya estaba allí.
 
Estaba allí y lo seguirá estando mientras la misma masa anónima que le dio la vida no termine también por darle muerte. Porque llegado un punto en el tiempo o en el espacio, el hombre, obediente a no sabemos qué fuerza ciega, tiende a destruir lo que ha creado.
 
Cuidemos el idioma: es nuestro más legítimo patrimonio y perteneciendo a todos ya, todos estamos en el deber y en el derecho de defenderlo.
 
Ahora nuestro idioma es un río sagrado: tan solo por vanas modas o vanos alardes de rebeldía, no enturbiemos sus linfas con el vocablo torpe o la expresión soez. Son también parte del lenguaje, ya lo sabemos, pero todo tiene su lugar y su hora y la proliferación de tales estridencias en los escritores modernos ya se va haciendo fatigosa, porque es además artificial y rebuscada. No pretendemos atar el verbo a un solo estilo, a un solo canon, como tampoco lo deseamos atado a una sola verdad o un solo espejismo. Pero hay varias formas de ataduras y estamos incurriendo en una más, si no se tiene en cuenta otra manera de escribir que no sea sacando de los muelles y los burdeles, palabras hasta ahora relegadas a allí. Los que con material tan poco recomendable nos trufan libros enteros, parecen ignorar que el idioma como los ríos, se traza su propio cauce, busca por sí solo su natural equilibrio. Ni sujeto ni desbordado, lo queremos ver.
 
(agendadereflexion.com.ar)

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