Gran acto contra la modernidad y el separatismo

Vuelve José Tomás. Cataluña y la Fiesta resisten

¿Contra la modernidad y sus valores?… ¿Contra el separatismo anticatalán y antiespañol?… ¿Qué tiene que ver con tales cosas la fiesta de los toros? Por grande que sea su arte, ¿qué pinta en tales berenjenales ese José Tomás, cuya vuelta a los ruedos tendrá lugar en Barcelona el próximo 17 de junio? ¿Por qué se ha originado semejante revuelo? ¿Por qué Fernando Sánchez Dragó, por ejemplo, habla sin parar de ello en el telediario? ¿Por qué se llegan a pagar hasta 1.000 € por una entrada? Desplazado unos días a Barcelona, su ciudad natal, nuestro editor nos habla de todo ello.

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JAVIER RUIZ PORTELLA. BARCELONA

Su mirada –¡cómo recuerda a la de Manolete!– parece medio perdida en algún lejano lugar de las alturas… o de las bajuras, que para el caso –cuando vas a enfrentarte con la muerte, cuando vas a conjurar y celebrar el destino de los hombres– resulta estrictamente igual.  Buscando algo –¿qué?– allá a lo lejos, esa mirada es al mismo tiempo firme y profunda. Como su toreo: el más grande de todos estos años de apoltronada posmodernidad; el único, por ejemplo, capaz de conseguir –me fue dado presenciarlo una vez en Barcelona– que el público haga callar a gritos a la banda y a su música. No por desmerecimiento de la faena, sino por todo lo contrario: porque había en ella tanta música callada, que los acordes de la otra resultaban insoportables. 

¡Nunca se había visto nada igual! El público, volcado en la faena, comulgando con ella, la aclama exigiendo que se callen los pasodobles. Pero si ello es algo que no ocurre jamás, aún es más insólito lo que acaba de acontecer hace unos días. Retirado de los ruedos desde hace cinco años, don José Tomás regresará a ellos el próximo 17 de junio. ¿Dónde?… ¡En Barcelona, pardiez! Y no por casualidad. Tampoco –o sólo en parte– por haber conocido en la Ciudad Condal sus mayores tardes de gloria. Por dignidad torera: ésta es la razón por la que el diestro de Galapagar ha escogido efectuar su regreso en esta desdichada Barcelona –una de las ciudades con mayor afición: en mi niñez aún tenía dos plazas abiertas al mismo tiempo– cuyas autoridades la han ultrajado proclamándola única “ciudad antitaurina” del mundo.

Y ahí, a esta plaza Monumental que los separatistas anticatalanes y antiespañoles quieren cerrar; ahí, a estas tierras catalanas en las que, si Dios no lo remedia, pronto estará prohibido celebrar una de sus tradiciones más propias, ahí regresa precisamente don José Tomás. 

¿Cómo reaccionará la gente de la “ciudad antitaurina”? ¿Boicoteará el público el festejo? ¿Acudirán tan sólo, entre injurias y abucheos, los más conspicuos aficionados? ¿Tendrán que soportar los gritos de “¡Fora espanyols! ¡Uuuuuhhhh! ¡Lluny de Catalunya!”? ¿O se quedará todo en un acontecimiento sin mayor relevancia que la estrictamente taurina? Tales preguntas eran legítimas hasta que el pasado 2 de abril se pusieron en venta las localidades.

Ya no lo son. Lo que pasó aquel día aporta una respuesta rotunda a la mitad, al menos, de dichas preguntas. Desde las cinco de la madrugada se habían formado largas colas que serpenteaban ante las taquillas de la calle Muntaner. Una hora después de iniciada la venta ya no quedaba ni una sola de las 19.000 entradas disponibles. 

Es cierto que avispados revendedores hicieron buen acopio de papel. Pero si lo hicieron, es porque estaban seguros de poder revender sus entradas –ya empiezan a escasear– a precios desorbitados. Lejos, pues, de desmentir el fervor popular por la corrida, la reventa es una prueba más de la pasión que envuelve a una gente capaz de sacrificarse pagando precios de auténtica locura –en Internet las entradas se están vendiendo entre 150 y 500 €, algunas incluso han llegado a 1.000 €.

Precios de locura, es cierto. La gente se ha vuelto literalmente loca ante el máximo festejo del año. Cosa comprensible, si bien se mira. Cosa lógica, si se piensa que hay que estar rematadamente loco –según los parámetros de lo útil y lo productivo, o según los cánones del adocenado ocio moderno–, para asistir a ese encuentro ritualizado con la muerte, para participar en esa celebración hecha de heroicidad, gratuidad y belleza que es una corrida de toros. 

Una celebración que lanza un gran escupitajo a la cara de la modernidad y de sus valores. Muda ante la muerte, la más cobarde de las épocas no soporta que se exponga públicamente, que se celebre y conjure ritualmente el hecho decisivo de la muerte. Todo lo que se juega en una corrida –ritualidad, gratuidad, heroicidad, belleza…– es lo que nuestros tiempos, materialistas y nihilistas, más detestan. No, por favor: no me vengan –o si me vienen, les prohíbo zamparse una sola onza de carne– con la mucha pena, ¡ay, ay, ay!, que les suscitan unos animales a los que les cumple la gloria de morir peleando bravamente en la arena en lugar de ser liquidados oscura, sucia, industrialmente. El “buenismo animalista” tras el que se escudan los detractores de la Fiesta Nacional no es sino una expresión más del buenismo generalizado en cuyos fangos, dulces y fofos, se hunde toda una civilización.

Añádase a ello el otro escupitajo: el lanzado contra un separatismo que pretende privar de sus más catalanas y añejas tradiciones a la Cataluña que dice defender. Súmense ambos retos y se comprenderá que mucho y muy grande es lo que el próximo 17 de junio, a las siete en punto de la tarde, se juega en la ciudad de Barcelona.

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