Holodomor es una palabra compuesta de las ucranianas “holod”, hambre, y “moryty”, muerte entre sufrimientos. Cercano al de Holocausto, el término Holodomor (de reciente acuñación) hace referencia a la terrible hambruna soportada por el pueblo ucraniano por decisión de las autoridades soviéticas hace 75 años.
Ucrania, el llamado “granero de Europa”, conoció entre los años 1932 y 1933 la pérdida por hambre de 7 millones de personas, el 20% por ciento de su población. Para ponerle rostro humano a la tragedia baste señalar que, a finales del verano de 1933 y sólo en la región de Kiev, se registraron en torno a 300.000 niños huérfanos sin hogar; un mes más tarde dos tercios de estas criaturas (200.000) ya se dieron por muertas.
La muerte por inanición es una de las más espantosas que se puedan afrontar. Representa, a la vez, la prueba más palpable del carácter criminal del comunismo. Porque la orden de someter a la población civil ucraniana a una hambruna “artificial” partió de las tripas –malditas y bien repletas- del Kremlin. No es propaganda, sino una terrible verdad sacada a la luz por los historiadores y reconocida como tal por todos los países civilizados y las Naciones Unidas.
Un gigantesco crimen político
La plaga del hambre no se desató en Ucrania por sequías, inundaciones, incendios o cualquier otra causa natural. Se desató por odio. Según atestiguan los archivos oficiales de la época, en los momentos previos al terror Ucrania contaba unas enormes reservas de trigo que, por sí mismas, habrían paliado cualquier efecto que sobre la población hubiera sobrevenido por pérdida de las cosechas. Sin embargo, el Gobierno comunista ordenó la venta de esas reservas al exterior y prohibió cualquier intercambio comercial entre zonas rurales, lo que impedía en la práctica el abastecimiento de alimentos en las aldeas.
Las actuales autoridades ucranianas han desvelado que quienes contravinieron estas normas fueron castigados con 10 años de cárcel (que en la Rusia de la época equivalía a una muerte segura) y que se fusilaba sumariamente a aquellos que, por ejemplo, usaban el trigo para el pago de salarios. Todo ello en un entorno donde las gentes, famélicas, morían en las calles al diabólico ritmo de siete por minuto, mil por hora y veinticinco mil al día.
Fuera de la mentalidad comunista no hay razones que permitan entender, y aún menos justificar, esta atrocidad. Al parecer, Stalin sospechaba –no sin cierto motivo- que en Ucrania crecía una oposición real al régimen representada por una reivindicación de desarrollo de la producción agrícola con independencia de los planes del Estado. El tirano comenzó a ver en cada campesino, por extensión, un enemigo potencial de la Revolución. Dentro del pragmatismo socialista más ortodoxo decidió doblegar esta oposición aniquilando con perversidad a una cuarta parte de la población, y hacerlo con un sistema de eficacia probada para infundir un hondo, lento y perdurable terror en el pueblo, capaz de servir de ejemplo a otras regiones díscolas y poblaciones desobedientes.
A pesar de su extraordinaria crueldad, el caso ucraniano no fue más que un capítulo del terror comunista en el mundo, que los historiadores cifraron, en 1998, en unos cien millones de muertos acumulados a lo largo de su sanguinaria historia.