De cómo el community manager literario asesinó la narrativa en tiempos 2.0

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Rilke era un señor que antes de escribir pensaba cada palabra compulsivamente. Concebía su obra como un corpus genérico, un elemento vivo que le vinculaba al mundo y a la existencia. Sus textos han trascendido el paso del tiempo.
Rilke no tenia móvil y si se lo hubieran regalado lo habría lanzado al mar en un acto simbólico y coherente. Y si hipotéticamente lo hubiera tenido y utilizado, jamás habría ido a escuchar un acto literario y mientras el ponente hablase, mandado WhatsApps incesantemente a sus colegas.
Rilke no sería un maleducado 2.0 con TDA superlativo ni habría utilizado las redes sociales –si hubiera tenido Internet en su época– para torturar a lectores, amigos y otras víctimas desprevenidas de la red. Tampoco las cartas que mandó al cadete Franz Xaver Kappus jamás habrían sido e-mails cargados de errores ortográficos descomunales.
El presunto escritor/a moderno 2.0 es un pesado crónico que va  al estilista para salir bien en la foto de la webcam. Le preocupa obsesivamente que la gente ponga un ‘me gusta’ en su Facebook o retuitee algun comentario ­sobré él. El Leviatán de la tecnología le ha dado más armas que a ningún otro autor de cualquier otro periodo de la historia. Pero miserablemente, las utiliza para alimentar su ego, no su obra; para ser trending topic del día en un foro literario de teenagers; para que su editor 2.0 –otro especimen al que la vida ha maltratado y que sabe que como no venda miles de ejemplares se va directamente al paro– babee de gozo por la presencia en la red de su nuevo autor con posibles.
El iPhone, la Blackberrry, la tablet, el puntero láser, el Netbook… son las armas del autor 2.0 en lugar del lápiz y el papel, o el antiguo bolígrafo Bic –“Puaj, qué asco, debía de manchar las manos”, se dice a sí mismo mientras sonríe falsamente y admite que los colecciona porque son vintage–.
Este autor, producto de la más soez virtualidad, en vez de salir a la calle a buscar experiencias como Kerouac o Hemingway, prefiere organizar una quedada en Starbucks para hablar de series; o tal vez para visitar la nueva Apple Store a fin de teclear el último Macintosh que habla 12 lenguas y ofrece la posibilidad de redactar mecánicamente las 52 primeras páginas de tu próxima novela, con el perfil de lectores potenciales y un retrato robot en 3D, solamente introduciendo unos datos en la intranet.
Para el autor lobotomizado del siglo XXI Google es Dios y él es un mesías que legiones de adolescentes idolatran como a un cantante de rap de éxito y merecida fama, un conocido DJ o un creador de juegos virtuales punteros. ¡No lo ataques! Porque en la Red es el puto amo y te lanzará legiones de demonios informáticos, bloqueará tu blog, te borrará del universo digital hasta el punto de que si te mueres no encuentres ni cementerio virtual donde dejar los despojos de tus hipertextos, tu cadáver digital.
Al escritor 2.0 Rilke le suena a grupo de rock. –¿“No era una marca de ropa?”–. Puede llenar cientos de folios y generar trilogías, pentalogías, heptalogías como la autora de Harry Potter… y en tiempo récord, con la impunidad de no mirar atrás cada línea que escribe. Le alimenta el sueño de que sus personajes se convertirán en iconos de la modernidad, serán portadas de las revistas de referencia, darán nombre a un perfume importado de Kalvin Clein. Kristen Stewart hablará de ellos en la gala de los Oscar.
Mientras escribe su obra te atormenta con correos y planificaciones producto de mapas mentales. Solicita, suplica a veces, tu participación virtual, te cuenta cada paso por mínimo que sea, hace de tu vida un infierno con el malévolo y perverso objetivo final de que su producto pergeñado acabe siendo una marca en tu mente y compres su libro sin dudarlo.
Éste es el truco, el pacto con el diablo del mainstream de estos tiempos de cambio en los que todo el mundo es profundamente bueno y todos amamos a todos en un acto de subliminal crueldad, evitando decir lo que verdaderamente pensamos por ser políticamente incorrecto.
El escritor 2.0 hace una campaña devastadora, con un book trailer dirigido por un cineasta indie, llega a todos los rincones del planeta –traduce sus mensajes de autobombo al klingon y al élfico para obtener, así, más público potencial del mundo global.
Y cuando completamente agotado ha hecho su macrocampaña y todo la red sabe de que va su libro, ha visto su portada y está informada de cada acto de promoción que hará en dos años, se sienta, toma un gin tonic light de Bombay, mira los 50 folios que le ha escrito el ordenador inteligente –última generación– que compró y se dice a sí mismo en un acto final de honestidad: “¿Cómo coño acabo yo ahora las 250 páginas de la novela que ya he vendido”?. Pero cabecea sin remordimientos y se duerme, no sin antes preguntarse: “¿Quién será el tal Rilke?”.

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