La canción de Wiesenthal
Sergio Vila-Sanjuán
17 de marzo de 2013
En el perfil que Marc Bassets dedicó al escritor estadounidense Louis Auchincloss, publicado en mayo de 2008 en este mismo suplemento de “La Vanguardia”, recordaba que su identificación con Nueva York y con el Upper East Side era tal “que en el año 2000 la sociedad encargada de preservar las joyas arquitectónicas de la ciudad le declaró Monumento Histórico Viviente. Es el único ser humano que disfruta de este honor”.
Algo así, por lo que respecta a la cultura europea, es lo que deberíamos hacer con Mauricio Wiesenthal después de la imponente trilogía (libro de réquiems, 2004, El esnobismo de las golondrinas, 2007, y Luz de vísperas, 2008) que le publicó Edhasa, consagrada a la evocación de ese universo old Europe —como decían despectivamente los asesores de George Bush Jr.— cuya sensibilidad y poso nadie como él se ha preocupado en sistematizar desde la propia experiencia. Ahora Wiesenthal publica una nueva obra, Siguiendo mi camino (Acantilado), en la que insiste en ese género tan suyo a caballo entre la autobiografía narrativa y el periodismo y la historia cultural. Lo hace en forma de comentarios a cerca de una cincuentena de canciones —de El viejo frac a Lili Marleen y de Ojos negros a Love me tender— que a lo largo de los años han tenido un papel en su vida.
En el retrato que nos ha brindado de sí miso en estos últimos libros, Wiesenthal se presenta como un individuo fuera de época, siempre dispuesto a la melancolía por haber nido al mundo justo “cuando las luces se apagaban” (1943): cuando el horror de la guerra daba el definitivo portazo al universo belle époque que çel idealiza como el momento más azlto de nuestra civilización continental. Se presenta además como el viajero impenitente y personaje romántico, de una sensibilidad subida y siempre a flor de piel. Esta hiperexuberancia sentimental podría resultar peligrosa en otra pluma, pero en la suya se despliega con gracia, en delicado equilibrio con la vasta cultrua que es la base de su obra y con una curioisidad humana (y un temperamento antiburgués) que le llevan por los lugares más variados. Puesto que durante muchos años Maurcio Wiesenthal se ha ganado la vida como periodista de viajes y enólogo, en este último decenio ha hecho algo parecido a la estrategia utilizado por José Luis de Vilallonga en sus volúmenes de memorias: reescribir todo lo ya publicado hasta entonces, añadiendo nuevo material y, sobre todo, una visión rectora.
A Wiesenthal lo vemos componiendo versos en una buhardilla, luciendo entre los hippies sus corbatas de lazo, seduciendo a una heredera neoyorquina cantándole Can’t help falling in love mientras le da a bebger champagne rosado, y citándose con sus amigfos en cafés con molduras decimonónicas. Deambulando por calles empedradas de viejas ciudades a la sombra tutelar de Chateaubriand, de Proust, de Zweig, de Tolstói o de Rilke. Con la ligereza y la presencia de un Monumento Histórico Viviente.
© La Vanguardia
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