El e-book y las dos caras del mundo de la técnica

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Al final me he decidido. Ya tengo mi Kindle, el lector de e-books que, después de tanto vacilar, encargué anteayer y me acaba de llegar hoy. Siempre me pasa lo mismo: cada vez que sacan un nuevo artilugio me digo “¡Ah, no! Éste sí que no. Por ahí sí que no paso”. Pero al final acabo pasando.

Y ahora, cuando ya lo he desenvuelto, cuando he leído las instrucciones, cuando he cargado unos cuantos libros que quería cargar, ¿ahora qué? Pues ahora me siento a la vez maravillada y entristecida. Me acabo de descargar, por ejemplo, las obras completas de Proust y de Balzac por menos de 10 dólares, en lo que tarda en emitir un suspiro. Me he descargado asimismo un libro estupendo sobre la historia de la cultura rusa, que en su versión pasta dura se anuncia como un estupendo volumen, que ahora está comprimido en el aparatejo, gracias al cual he conseguido acceder a dicho libro, pues llevaba ya tiempo intentando comprarlo en alguna librería rusa sin haberlo conseguido nunca.
 
Y, sin embargo, no puedo imaginarme que un día, esos libros maravillosos con láminas, colores, brillo, mapas, grabados, peso, volumen, olor, esos libros que se van desgastando por el uso y el paso de los años y se hacen testigos de la memoria viva de sus propietarios, sean sustituidos y aseptizados por esa una tableta insulsa como esa misma que ahora tengo ante mis narices.
 
Solo desde una mentalidad absolutamente pragmática puede aplaudirse este "avance". No hay duda de que vamos hacia un mundo más gris. Pero indudablemente más práctico, ciertamente. Lo que ocurre con el e-book no es, en últimas, sino otro ejemplo de todo lo que pasa con el mundo de la técnica, con esas dos caras —una de facilidad, otra de destrucción— que parece como si le fueran consustanciales.
 
Muy práctico, practiquísimo, utilísimo, el e-book (también para la cuenta de resultados de Amazon, Sony y demás gigantes). Pero nunca nadie podrá escribir de un libro electrónico lo que Mauricio Wiesenthal, ese torrente de sensualidad y grandeza literarias, sin duda el mayor y más poético prosista hoy de nuestas letras, escribe a propósito de un libro:
 
"Mientras ella hablaba, yo seguía el movimiento de sus dedos, que hojeaban con extrema delicadeza las páginas de aquella novela de D. H. Lawrence [se trata, por supuesto, de El amante de Lady Chatterley]. Siempre me ha excitado el movimiento de los dedos femeninos sobre el lomo fatigado de los libros viejos, como si sólo las mujeres fuesen capaces de acariciarlos con la ternura que requieren los sueños que se pierden en las noches difíciles." [Mauricio Wiesenthal, Libro de réquiems, p. 334.]

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