Más subvención no significa mejor cultura

Esa secta siniestra que ahoga al cine español

La cultura española está en manos de una secta siniestra que la tiene aherrojada desde los años setenta. La edición, la universidad y, sobre todo, el cine y el teatro, son coto cerrado de unos mandarines que viven del erario público y que defienden sus privilegios como auténticos caciques. ¿Ha servido eso, al menos, para enriquecer nuestra vida cultural? No, al contrario: la cultura española es la más mediocre de Europa occidental. A este respecto, el fracaso sistemático del cine español es muy significativo: el divorcio entre la sociedad española y la secta que controla el cine nunca ha sido tan amplio como hoy. Va siendo hora de revisar los abusivos privilegios de la secta.

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El cine español se entregó a sí mismo sus premios el pasado fin de semana. Todo el mundo estaba muy contento. Pero la película escogida –discutiblemente- como la mejor del año apenas tuvo unas pocas decenas de miles de espectadores. Como era de esperar, en la gala de los Goya se pidió más apoyo público para el cine español. Deberían haber precisado: más apoyo para el cine de la secta, porque nadie que no se someta a sus criterios puede hacer realmente cine en España. Y más apoyo público, ¿para qué?
 
Desde los años setenta no ha parado de crecer, exponencialmente, el dinero que el Estado –es decir, todos los españoles- dedica a subvencionar al cine español. En todo ese tiempo, el cine español apenas ha sido capaz de fabricar una docena de títulos estimables, y éstos, por cierto, no han necesitado del dinero público para tener éxito. ¿Acaso el apoyo público se justifica por el servicio que el cine presta a nuestro acervo cultural, a la difusión de nuestro legado literario o histórico? En absoluto: el desprecio del cine español reciente hacia nuestra propia tradición cultural es casi permanente. En esas condiciones, ¿cómo justificar que un sector profesional disfrute de un apoyo oficial que a otros sectores se les niega?
 
También esta semana se entregaron los premios Max de las artes escénicas. En su alocución de apertura, el presidente (¿vitalicio?) de la Sociedad General de Autores (SGAE), Teddy Bautista, justificó una vez más la exacción denominada “canon digital” en nombre del “apoyo a la cultura” . Este canon consiste en que el usuario de consumibles informáticos deberá pagar un suplemento por si acaso osara incurrir en copia ilegal de materiales sujetos a derechos de autor. El ciudadano sufre presunción de culpabilidad y semejante arbitrariedad se justifica en nombre del “apoyo a la cultura”.
 
Que hay manifestaciones culturales que merecen apoyo, eso no lo duda (casi) nadie. De hecho, el teatro y la danza en España son tributarios, en muy buena medida, del apoyo público, ya sea directo, con las compañías de titularidad estatal o autonómica, o ya sea a través de subvenciones. El nivel medio de la producción así subvencionada es tan variable como discutible. En todo caso, vincular la supervivencia de las artes escénicas españolas a un impuesto arbitrario como el “canon digital” es una auténtica estafa. Nada tiene que ver la estabilidad económica de los artistas que se dedican a estas cosas con el dinero recaudado por la SGAE como impuesto extraordinario. Respecto al tirón de estas disciplinas entre el público español, no merece la pena demorarse: buena parte de los fondos públicos van destinados a garantizar la supervivencia artificial de unas compañías que de otro modo tendrían que echar el cierre.
 
El origen de la secta
 
¿Por qué en España funciona así la cultura y, más concretamente, el cine y el teatro? Es imposible separar esta situación de un contexto político concreto. Desde los años setenta, antes de la muerte de Franco, la izquierda española consumó una hábil y exitosa estrategia de ocupación del poder cultural. Acto seguido, los sucesivos gobiernos consolidaron esa hegemonía otorgando a los mandarines de la cultura la representatividad única del sector. En el cine se instaló una capillita que en la práctica comenzó a decidir quién merecía apoyo y quién no, a quién se subvencionaba y a quién no, quién merecía vivir y quién no. Al mismo tiempo, se entregaba graciosamente la gestión de determinados derechos de autor a una entidad privada concreta, la SGAE, que aspiraba al monopolio sobre la materia.
 
Estos procesos, y otros concomitantes, terminaron haciendo de la cultura española un cortijo caracterizado por los beneficios crecientes que reportaban a sus gestores y por la calidad menguante de las obras que producían, todo ello con la bendición del poder político y de unos medios de comunicación que formaban parte del tablao. El PP pudo haber cambiado las cosas, tal vez, pero lo que hizo fue enquistarlas: trató de “despolitizar” los sistemas de subvención entregando su gestión a “los sectores”, es decir, a los caciques, sin reparar en que éstos eran caciques políticos apoltronados ahí desde veinte años atrás.
 
Hoy el resultado es que buena parte de la cultura española, y nos referimos concretamente al cine y al teatro, vive muy principalmente del dinero público. Todos saben que esa supervivencia depende de la secta que controla el sistema, lo cual hace a ésta invencible. Todos saben también que no se trata solo de una cuestión económica, sino que hay un peaje político que pagar y éste pasa por la izquierda y, cada vez más, por la extrema izquierda. Por eso uno observa los ritos asamblearios de la secta, en el cine o en el teatro, y percibe ese ambiente extraordinariamente ideologizado de gentes que reclaman sin cesar más dinero al Estado mientras son incapaces de superar la brecha que les separa del público. Si este camino se prolonga, el futuro está claro: nos gastaremos cada vez más dinero en mantener unas actividades cada vez más irrelevantes.
 
En ninguna parte está escrito que esto deba ser así para siempre. No hay ninguna razón que justifique la perpetua coacción económica y política de la secta. Es razonable que los poderes públicos respalden determinadas actividades culturales, pero sólo si son realmente imprescindibles para la cultura nacional. No tiene sentido que el Estado sea, en la práctica, el primer empresario del cine español; menos sentido tiene aún si los españoles no quieren ese cine. Tampoco tiene sentido que el Estado decrete un impuesto destinado a financiar específicamente a un sector empresarial privado. La experiencia de los últimos treinta años demuestra que más subvenciones no significan mejor cultura, sino, frecuentemente, al revés. Esto se tiene que acabar.

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